Desde el viernes estamos celebrando —no me parece la palabra adecuada— los hechos de hace un año. El conato de declaración de independencia, el desconcierto popular fruto del desencanto y una represión penal e institucional sin parangón desde 1978 son hoy el panorama.

Ciertamente, la parte catalana, singularmente la oficial, no tuvo sus mejores días ahora hace un año. Cuando el éxito no corona los propósitos y las perspectivas se defraudan, algo, muy grave y esencial, ha fallado. No vale la pena ni atribuir el fracaso a los otros ni a los traidores de las propias filas.

Si la contraparte nos ha ganado es que la batalla estaba mal planteada. Estamos servidos de derrotas gloriosas. No nos hace falta ninguna más. Tampoco sirve tildar de traidores —a pesar de algunas claras apariencias— a los que han ido cayendo por el camino o poniéndose a rebufo de los que creían ganadores. La traición tiene un grave problema como definición: es un calcetín, le das la vuelta y todos se la pueden aplicar a todos. Una vez más, hace falta afinar y no utilizar la brocha gorda.

A pesar de este trompazo, engañada y abandonada por quienes consideraba fidelísimos aliados y apoyos, especialmente exteriores, la ciudadanía de Catalunya dio una lección a la clase política que, como tal —otra cosa es individualmente—, no la ha acabado de digerir. Unos, porque reiteran que ganaron y no han ganado ni una pizca. Los otros, los que ganaron, se descuartizan a ojos vistas ante un pueblo atónito que no entiende nada, porque no hay nada que entender, cuando menos políticamente. Ante la generosidad de los catalanes, de todos, los dirigentes —no haga el lector muchas excepciones— son un ejemplo de egoísmo y cortoplacismo que da miedo y deja muy mal sabor de boca, mientras se dilapida un capital político inmenso. Poco que celebrar, por tanto.

Esta descripción nada halagadora no supone, sino todo lo contrario, reconocer méritos o la más mínima victoria al unionismo. No se puede hablar de ninguna victoria. De entrada, descartado el uso de la maquinaria militar por imperativo comunitario —no, seguramente, por falta de ganas—, solo quedaba la negociación o la represión.

A pesar de alguna filigrana en el humo, la represión fue la palabra de orden. El gen españolista más rancio y conservador, encarnado por el último gobierno del Partido Popular —edificado sobre lo que antaño habríamos nombrado lisa y llanamente estraperlistas—, optó por la fuerza pura y dura. El 1 de octubre y el discurso del Rey el día 3 son la prueba más patente, tal como la lluvia de procedimientos penales, con el esperpento de las euroórdenes y sus retiradas. Garrotazo tras garrotazo con resultado cero. Y muy ridículo.

¿El porqué de todo? El desconocimiento de qué es Catalunya y de cómo se sienten los catalanes hoy en día; un día muy largo que, como mínimo, arranca en junio del 2010. Pero no solo el esprit des catalans les es desconocido. Estaban en la inopia de lo que se cocía los días más calientes del 2017. Los servicios de información no tenían nada preparado: ni vieron las urnas, ni consiguieron ningún documento normativo o político antes de que se hiciera público, ni hicieron adoptar ninguna medida en los días 27 y 28 de octubre del año pasado.

No hace menos cruel la sensación de represión frívola, que es la propia de los autócratas y déspotas, más que de una política, aunque repugnante, sistemáticamente orientada a una repulsiva finalidad. Esta es la que se sufre en Catalunya: la sombra del 155 es alargadísima. Solo destaca el impotente resentimiento de Rajoy, siempre mezquino y vago (¡qué combinación!). Desde una óptica represiva no tiene ningún tipo de explicación dejar escapar, por no haberlos sometido a ninguna medida de ningún tipo, a los dirigentes políticos catalanes que se marcharon —no se fugaron: recuerde el lector las palabras, por ejemplo, del entonces portavoz del Gobierno, Méndez de Vigo.

Fue una buena muestra marianista de actividad política activa-pasiva, es decir, irresponsablemente diletante. Así es: se declara el 155, se publica en el BOE y todos para casa, que es fin de semana y el lunes ya veremos qué hacemos. La imagen de las puertas del Palau de la Generalitat —de donde no se arrió nunca la bandera española— cerradas a cal y canto todo el fin de semana de los hechos es el símbolo final de una impotencia mutua que lleva a un empate permanente. Empate, a pesar de la enorme diferencia de fuerzas y las graves bajas sufridas, que purgan en la prisión, el exilio o los juzgados antes de la condena. Poco que celebrar por este lado.

Coda: según mi opinión, Rajoy cae en la moción de censura por la excusa de la corrupción. Es excusa, porque quince días antes de la moción ni el mismo PSOE había dado ningún tipo de señal en este sentido. Visto su star system no es legítimo avistar una jugada secreta de medio plazo. Da toda la impresión de que la sentencia —todavía no firme— sobre una de las principales piezas de la Gürtel sirvió de cortina de humo a ciertas élites, asqueadas por la inoperancia política del PP de Rajoy, que pusieron en marcha los incentivos necesarios para que la moción de censura se presentara, primero, y, después, triunfara; lo que, cuando se presentó, ni los más optimistas pronosticaban.

Rajoy, sostengo, cayó, en esencia, por su perezosa chapucería en la crisis institucional con Catalunya. Los que diseñaron la operación de la moción, fueran cuáles fueran sus intenciones —represión sin complejos o diálogo inevitable— constituyen otro grupo incapaz de alzarse con ningún tipo de victoria. Persiste el empate. Persiste porque falta mucha inteligencia y mucha gallardía.