La resolución de esta semana del Tribunal Supremo por la que anula la concesión del régimen de flexibilización previsto en el artículo 100.2 del Reglamento penitenciario es de todo menos casable con el estado derecho.

Dejo ahora de lado pesadas cuestiones competenciales y las consecuencias por el régimen penitenciario general de todos los condenados por los tribunales españoles que consumen su privación de libertad en las prisiones de la piel de toro. Son temas nada menores, sino que por el contrario, son de una relevancia enorme, y que van a traer cola.

Nos centraremos en tres razones de fondo expresas y una implícita que están en la base de este auto censurable bajo todos los puntos de vista. El primer elemento de fondo de la resolución del Tribunal Supremo, que una vez más se ha comportado dando más importancia al adjetivo que al sustantivo, reside en una aparente obviedad. El régimen del art. 100.2 no es un grado penitenciario, sino una flexibilización del régimen en sí, una vez observado el penado y en favor de él. Por razones excepcionales y de acuerdo con un programa específico de tratamiento, abre vías de reinserción al condenado.

El segundo pilar de la argumentación del tribunal hace referencia, como no puede ser de otra manera, al hecho de que la constitución española no impone ningún ideario, que cualquiera puede tener el ideario que quiera, el independentista incluido. Otra obviedad. Se recuerda además que Carme Forcadell no fue condenada por independentista, sino por sediciosa. Aquí las cosas empiezan a torcerse.

¿Por qué? Porque el tercer argumento explícito de la revocación de régimen penitenciario reside en el hecho que el art. 100.2 necesita un programa de tratamiento. Este programa de tratamiento no está. Hay programas para delincuentes sexuales, para conductores borrachos, parar maltratadores de género..., pero para sediciosos no hay.

No hay, porque, como han señalado todos los jueces que han intervenido en la tramitación de las impugnaciones de la aplicación del art. 100.2, no se puede imponer una forma de pensar a ningún interno. El fuero interno es inmune a la coerción. Imponer ideas es lavado de cerebro, campo de trabajo, gulag o cómo le queramos decir. En una sociedad democrática los ciudadanos piensan lo que piensan y punto.

Al fin y al cabo no hay programas de tratamiento, porque estamos ante un delito político. Sólo hay que leer la sentencia para verlo. No estamos ante un delito contra el orden público, como unos disturbios. Se escogió la condena por sedición por razones de oportunidad, en lugar de por rebelión. Así, la pena era un poco —perdón por el sarcasmo— más suave.

Como hemos dicho, como lo da dicho buena parte de la doctrina jurídico-penal española (y resoluciones extranjeras, como las alemanas), el elemento nuclear del delito de sedición, el alzamiento público y tumultuario, es un elemento que no aparece en la sentencia. Porque no estaba en los hechos, cabe señalar. Exactamente como la anomalía que supondría que en un caso por homicidio no se hablara de matar.

No se puede elaborar un plan de tratamiento por un delito formalmente existente, pero materialmente político, de conciencia, ajeno a la regulación legal del delito por el que la condena ha recaído. Además, desde 1978 no ha habido ninguna condena por sedición. Ni siquiera hay antecedentes en los cuales basarse remotamente.

Aun así estando las cosas, retorciendo la ley como se hace cuando se aplica el derecho penal del enemigo, se dice que se tiene libertad ideológica, ¡faltaría más!, pero que como no hay programa de tratamiento, no se puede aplicar el régimen flexible del art. 100.2.

La lesión jurídica brota cuando se sabe de sobra que no hay programa porque no puede haber ninguno. La justificación técnica no es adecuada. “La capacidad de liderazgo que tiene la interna que, durante el tiempo que ha permanecido en prisión, se ha canalizado en ayudar a sus compañeras de internamiento, tanto en cuestiones básicas como en actitudes de empoderamiento. El voluntariado que se propone representaría un paso adelante y no interferirá en la integración con sus compañeras”. Es decir, la resocialización se va al garete.

Eso por el supremo tribunal es irrelevante; eso no indica nada; eso no puede ser tenido en cuenta en favor de la condenada. Todo este cúmulo de razonamientos, por decirlo caritativamente, es contrario a la ley. La ley penitenciaría habla de que el tratamiento de los presos es individualizado (art. 63 de la ley penitenciaria), científicamente individualizado (art. 72, entre muchos otros). Quien establece y lleva a cabo el tratamiento son los técnicos de prisiones, no los tribunales, que se limitan a un control de las garantías y del buen orden penitenciario. Lo que cuenta, sin embargo, por los jueces de Madrid es la duración de la pena, duración y contenido, es decir, privación de libertad, que no puede ser alterada en vías de ejecución: privación de libertad. Esta es la razón tácita: la sentencia se cumple tal como dice la sentencia: en la prisión sin más y punto.

A los presos políticos, ahora más presos políticos que nunca, con este cinismo jurisprudencial no les queda más que esperar cumplir la pena a pulmón, como se dice en la jerga de chirona. Hoy por hoy, ante la inacción absoluta de la Moncloa, que tiene vías de acción, pero no intención política de utilizarlas, el horizonte se ha oscurecido de repente y sin previo aviso.

Así queda patente que el gran problema de la democracia en España no es la monarquía. La monarquía es una mera anécdota que nos distrae del gran problema: la cúpula judicial tiene su propio programa político, no contempla una relación de sujeción a la ley y al derecho, sino una simple relación informal. Esto no tiene cura. Niguna.