Estos días, con gran jaleo y no demasiado sentido de la oportunidad, hemos visto como parecía que se quería cambiar el reglamento del Parlament ―que, a pesar de su nombre, tiene fuerza de ley― en materia de suspensión de la condición de diputado en caso de procesos por corrupción. La supuesta modificación del artículo 25. 4 del reglamento parlamentario era una más en una propuesta de reforma ómnibus que afecta a muchos preceptos de la mencionada norma, fundamentalmente, aspectos técnicos y no de fondo.

Dicho esto, vamos a la disposición que interesa, en concreto, a dos apartados del artículo 25 del reglamento:

"Artículo 25. Causas de suspensión de los derechos y deberes parlamentarios

1. Los diputados del Parlament pueden ser suspendidos de sus derechos y deberes parlamentarios, después de un dictamen motivado de la Comissió de l’Estatut dels Diputats, en los casos siguientes:

a) Si es firme el acto de procesamiento o de apertura de juicio oral y el Pleno del Parlament lo acuerda por mayoría absoluta, vista la naturaleza de los hechos imputados.

[...]

4. En los casos en que la acusación sea por delitos vinculados a la cor­rupción, la Mesa del Parlament, una vez sea firme el acto de apertura del juicio oral y tenga conocimiento de ello, tiene que acordar la suspensión de los derechos y deberes parlamentarios de forma inmediata. Si se plantean dudas sobre el tipo de delito o sobre el régimen de incompatibilidades aplicable a lo largo de la suspensión, es necesario hace falta el dictamen de la Comisión del Estatuto de los Diputados".

La solución correcta políticamente, subrayo políticamente, cuando se abre juicio oral contra un electo por cualquier delito tiene que ser el cese. Sin embargo, este cese tiene que ser voluntario

Los reglamentos del Congreso y del Senado contienen previsiones similares sólo con respecto al apartado primero. Dejando de lado la diferencia entre procesamiento y apertura de juicio oral, debido a la modalidad del proceso seguido, todas las instrucciones judiciales acaban o en archivo o en una resolución de apertura de juicio oral. El apartado 4 del artículo 25 viene a ser una especialidad peculiar del primer apartado con dos diferencias significativas.

En primer lugar, choca el órgano que determina la suspensión de la condición de diputado. En efecto, este órgano es la Mesa del Parlament, sin intervención inicial, salvo supuestos excepcionales, de la Comissió de l’Estatut del Diputat.

El segundo aspecto que llama la atención es que, en el apartado 4, las garantías procedimentales en sede parlamentaria son menores que por delitos que pueden ser más graves, como son todos lo que requieren procesamiento. Así es: en el primer apartado es el pleno del Parlament, previo dictamen de la referida comisión, quien adopta la resolución de suspender o no al diputado en cuestión. La diferencia es grande, ya que en los supuestos del número 4 no está previsto un turno de alegaciones por parte del diputado y se produce una clara indefensión. Suena extraño. Mucho.

Además, desde el punto de vista de las infracciones, la cuestión se complica. El Código Penal español ―entiendo que acertadamente― no contiene un delito de corrupción. Es más, en el derecho internacional o intracomunitario, corrupción es sinónimo de soborno y, como mucho, de tráfico de influencias. En esta dirección van tanto el Convenio europeo de lucha contra la corrupción como el de la OCDE contra la corrupción en las transacciones internacionales, como también el de la ONU. Más allá del soborno, no hay corrupción.

Obviamente, sin embargo, la corrupción va mucho más allá del soborno. Desde una perspectiva político-criminal, es decir, material, corrupción es, en palabras de la Comisión Europea en su Informe al Consejo y al Parlamento europeos (2014), "abuso de poder con el fin de obtener réditos privados". Lisa y llanamente. Para llevar a cabo esta finalidad, el corrupto puede cometer varios delitos, normalmente un pack: soborno, prevaricación, falsedad, negociaciones prohibidas a funcionarios, delito fiscal... Así las penas resultantes son realmente fuertes; recordamos los casos Roldán, Filesa, ERE, Palau, Gürtel...

Dejando aparte la cuestión de las medidas cautelares, he defendido desde hace mucho tiempo que la solución correcta políticamente, subrayo políticamente, cuando se abre juicio oral contra un electo por cualquier delito tiene que ser el cese. Sin embargo, este cese tiene que ser voluntario. Eso es consecuencia de un planteamiento ético. Cuándo se llega al umbral del juicio oral, el interesado, tal como demuestra la experiencia personal y profesional, sólo tiene un tema en la cabeza: el juicio. Prepararlo como es debido es el único objetivo vital para el afectado.

Este cambio en el horizonte de vida crea un indudable conflicto de intereses: el derecho a la defensa legítima ante unas acusaciones formales que serán ventiladas en un juicio oral y público y la titularidad representativa. Este conflicto de intereses lo pone en situación de, como mínimo, pedir la suspensión de la función. Desde mi perspectiva, este es un punto de ética política primordial y corresponde a electos y a sus partidos resolverlo sin ambages con la dimisión del interés o la petición de suspensión de la función.

Uno de los puntos radicales de los códigos éticos de conducta parlamentaria es precisamente la ejemplaridad. La dimisión o suspensión voluntaria es una muestra inequívoca de esta ejemplaridad. No tener que entrar en procesos parlamentarios contradictorios de suspensión o desposesión del escaño es indudablemente una buena muestra de proceder que refuerza, y más en los días que corren, la ejemplaridad obligada de nuestros hombres y de nuestras mujeres públicas.

Esta actitud ejemplar de dimisión o de petición de la suspensión del cargo da salida a un problema para el interesado, su grupo, el Parlamento y malestar en la ciudadanía. En caso de no llevarse a cabo, no habrá otro remedio que aplicar el reglamento y suspender legalmente al diputado o diputada que se tiene que sentar en el banquillo de los acusados.