Un marciano que siguiera mínimamente la situación de la tierra, en especial a la piel de toro y a su principado del nordeste, tendría problemas para comprender lo que nos pasa.

Hace un año, iniciaron una tímida desescalada, saliendo de un férreo confinamiento —ahora presuntamente inconstitucional—, y los números de salud pública fueron lo bastante satisfactorios como para dar paso a un verano que no nos vertiera ni a la ruina económica ni a la personal. Pudimos salir de casa, ir en los lugares de veraneo —quien se los pudiera pagar— y el sector terciario pasó la maroma sin sufrir más daño del que hacía meses había experimentado.

Este marciano, mínimamente conocedor de la situación actual, hubiera pronosticado un verano bastante mejor que el del año pasado; sin tirar cohetes, pero un verano, digamos, de recuperación.

Pues, no. De recuperación, nada. El pasado 15 de julio, según la información facilitada por el Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades (ECDC, en inglés), Catalunya ya era la región europea, junto con Chipre, en cualquiera de sus mapas, en peor situación pandémica de la UE.

En una Europa mayoritariamente en verde, el grana intenso del Principado causa pavor. Tanto, que la propia Comisión ha aconsejado el jueves no viajar a/desde Catalunya. Ser campeón del índice de contagios no es precisamente algo para sentirse orgulloso. Nos debería hacer reflexionar sobre lo que creemos acerca de nuestras virtudes. Hace falta pegarse más al suelo y no levitar.

Este marciano no entendería nada. En efecto, este año hay un dato primordial, inexistente la temporada estival pasada: este año, prácticamente la mitad de la población tiene la pauta completa de vacunación. Ciertamente, no se ha conseguido la inmunidad de grupo. Dicho sea en contra de la proclama triunfal que la inmunidad llegaría en verano; los oráculos ni se han corregido ni se han en arrepentido de su falsa profecía.

No es menos cierto, sin embargo, que paradójicamente la situación es incomprensiblemente peor vacunados que sin vacunar. O la vacuna es un farol o aquí pasa algo inadvertido. La vacuna no es un farol, pues nuestros vecinos han sido igualmente vacunados, en ratios y ritmos similares, y están en verde. Y la población mediterránea no está genéticamente predispuesta a ser pasto de epidemias, como manifiestan Francia, Italia o Grecia.

La causa no es ni médica, ni biológica, ni demográfica. La causa —así concluiría nuestro amigo marciano, huyendo piernas ayudadme— es una irresponsabilidad social y política de tamaño 5XL. Nadie había previsto que junio es fin de curso, con las consiguientes celebraciones de escolares y de estudiantes; nadie había contado con el sobredimensionamiento en las sociedades opulentas —y más las de los nuevos ricos como nosotros— de la fatiga pandémica y del ínfimo umbral de tolerancia con respecto a mínimas molestias, como llevar la mascarilla —cosa que sigue siendo obligatoria; nadie había tenido en cuenta una cuestión de dominio público: la capacidad mucho más alta de contagio de la variante delta de la covid-19 que las anteriores. No es necesario seguir. No hay que engañarse.

El mientras tanto, en nuestra casa, es, como mínimo, que la gente no enferme, preservar la salud pública y no quejarse, como si uno fuera un paracaidista parachutado en terreno foráneo, de las carencias del sistema sanitario. Las responsabilidades y la desgobernanza no son solo un mal catalán, sino, como es de ver en los mapas, hispánico.

Sin embargo, no es un consuelo. Dice muy poco —y si lo dice, es negativo— de la capacidad de gestión, incluso cuando el viento sopla de popa. Supongo que un principio de Peter más o menos generalizado ha paralizado a nuestros dirigentes, que no han sabido —con relativas buenas cartas, en todo caso, mejores que los del verano pasado— jugar una partida sencilla.

Si no superamos el mientras tanto, el futuro no parece muy prometedor. Y por cierto, el marciano ya se ha marchado, a la velocidad de la luz: no se ve ni su rastro. Tardará en volver.