Esta semana hemos sabido una cosa que hemos sabido siempre o que tendríamos que haber sabido siempre. Que no se convoca la mesa de negociación. El mes de enero se dijo que no era una prioridad; que había otras, como la campaña monclovita de recogida de votos de sí o sí por la reforma laboral. El martes pasado el motivo fue otro: que la mesa se convocará, en palabras de la ministra portavoz Rodríguez, "cuando tengamos acuerdos relevantes para llevar". Salta a la vista una contradicción: una mesa de diálogo es para negociar acuerdos, no para escenificar, ratificar o firmar acuerdos fruto de negociaciones ajenas a la misma.

Sin embargo, cuestión semántica o metodología aparte, lo importante es que no hay acuerdos a estas alturas. Esta falta de acuerdo desmoraliza a quien con más fe que resultados propugna la mesa. Pero, por encima de todo, insufla ánimos a quien está en contra. Estar en contra de la mesa, sin embargo, sin aportar ninguna política efectiva sustitutiva de rigor tiene poco. Tampoco vale, como alguno o alguna ha dicho, que las alternativas se encuentran en conversaciones privadas que, por ser privadas, no se pueden revelar. Extrañas conversaciones privadas entre sujetos públicos sobre asuntos esencialmente públicos. De todos modos, tan indesvelables son que ni los mismos destinatarios han oído hablar de ellas.

Ahora bien, estados de ánimo à côté, esperar algún resultado de la mesa de diálogo manifestaría que no se ha entendido todavía exactamente qué pan se reparte. Parto de la base que la mesa de diálogo, por ahora, es una herramienta esencial y, por lo tanto, irrenunciable. Cosa que es perfectamente compatible con el hecho que los resultados no tengan lugar mañana. Eso es seguro. Esperar que los resultados estén mañana ya terminados es, reitero, no saber qué pan se da, es no haber aprendido nada del inmediato pasado.

En el inmediato pasado, en el periodo anterior al septiembre-octubre de 2017, se cometieron, entre otros, tres errores capitales. El primero considerar España un Estado fallido y, por lo tanto, débil. España no es ni Turquía ni Polonia: ni por datos económicos ni por índices democráticos. A pesar del retroceso de España en el informe anual de The Economist, que la hace caer en el grupo de las democracias defectuosas, no es ni mucho menos una dictadura ni tiene una estructura estatal que haga aguas. El segundo grave error fue herir la sensibilidad del nacionalismo español, que fue reemplazado por patrioterismo simplista, casposo y tabernario, sentimiento que imposibilita cualquier tipo no ya de negociación, sino del más mínimo punto de contacto. El tercero, y seguramente más importante, fue el tenim pressa.

Hay que abandonar el tenim pressa. Hay que recuperar la perseverancia política y democrática, siempre impulsada por una fuerza inquebrantable y permanente unitaria, sin desfallecer ni un segundo

Lo que legítimamente propone el independentismo resulta tan radical que altera tanto los mapas de España como de Europa y de otras entidades supraestatales. Un cambio institucional de este tipo nunca es fruto de la prisa. Se podrá contradecir con el hecho de que el cambio en los países bálticos se produjo casi a la velocidad de la luz. Pero eso fue la lotería de las independencias. Otra conjunción astral más bien milagrosa no es fácil ni es previsible que se vuelva a producir.

O sea que hace falta, más que tirar en la cuneta el impulso de la prisa, reciclarla y convertirla en acción política a medio y largo término. Sí, a medio y largo término, palabras que parecen desterradas del vocabulario independentista. Como las palabras significan lo que son, sin apoyo semántico no hay objeto. Por lo tanto, hace falta una acción política de desgaste, sin tiros en el pie —es casi fuego de ametralladora lo que pasó con la votación de la convalidación de la reforma laboral— y apretando lo más posible al antagonista en la mesa de diálogo.

Todo eso sin desfallecer al consolidar y mantener una unidad de palabra y obra. Por una parte, hay que dejar de intentar hacer oposición al Gobierno desde las minorías que le dan apoyo. Igualmente, hay que dejar para mejor ocasión la ayuda de quien siempre falla y le gusta más la papelera de la Historia que el bienestar de sus conciudadanos. Márquese a fuego, sin embargo: sin unidad real todo lo anterior no servirá de nada, porque será una política sin fuerza, será una política solo de gestos y melancolías.

Dejada de lado la prisa y construida la unidad, se pueden calcular mejor las diversas jugadas de superficie y de mar de fondo. Será entonces el momento —tendría que ser hace tiempo, ya— de poder presionar desde la Generalitat y desde las Cortes, y a las instituciones europeas, política y jurídicamente. Acuerdos grandes o pequeños, facilitadores de ulteriores pactos, no se obtendrán ni hoy ni mañana, pero se obtendrán.

Eso, junto con unas razonables perspectivas de éxito derivadas de las diversas causas judiciales en Luxemburgo y Estrasburgo, son buenas palancas para mover la piedra inmovilista española. Además, la obtención de beneficios palpables reforzará la moral catalana en un sentido profundo. Demostrará al mundo que un gran esfuerzo democrático es políticamente rentable y tiene que ser recompensado. Demostrará al mundo, precisamente por eso, que no interesa a un foco de inestabilidad en España, cuando el enfrentamiento es solucionable por vías democráticas. En este contexto, el marco internacional pasará a ser prioritario: es una palanca que no se puede dejar de presionar en los momentos oportunos.

Entonces, hay que abandonar el tenim pressa. Hay que recuperar la perseverancia política y democrática, siempre impulsada por una fuerza inquebrantable y permanente unitaria, sin desfallecer ni un segundo. Será largo, será duro, se puede no llegar al cien por cien, pero es la única manera, no quiero equivocarme, de cambiar el destino de Catalunya.

Con la prisa, la desunión y una política errática estamos donde estamos. Y no es precisamente para tirar cohetes.