La última semana del 2021, 21 meses después de decretarla la OMS, la pandemia nos sorprende, puesto que sufrimos más infectados que nunca. Con todo, en los países del primer mundo, con las cifras de ingresos hospitalarios, UCI incluidas, con un altísimo grupo mayoritario de vacunados, la pandemia es pesada, parece eternizarse, impone constantes, variables y, en ocasiones, chocantes, medidas para mantenerla a raya, pero no se presenta ni de lejos como la mortífera guadaña del año pasado. Todas las medidas, tanto a nivel español como a nivel de la vieja Europa, son, en algunos casos, más que imaginativas y, en ocasiones, bien coactivas, como en Austria y en los Países Bajos.

El debate economía-salud continúa más vivo que nunca. Los gobiernos se han resistido hasta el último momento a poner pegas a la Navidad, no por fe cristiana, sino para no dañar el consumo en todos los aspectos. Comprensible, pero peligroso, como se demuestra ahora, a la vista de las tasas de infecciones e ingresos hospitalarios. La culpa de todo esto parece que hay que atribuirla a la variante ómicron, más infectiva, pero menos letal y con una población, en el primer mundo, razonablemente vacunada. [Nota al margen: habría que ver lo que pasaría sin vacuna.]

De todos modos, siendo esto importante, da la impresión de que no es lo importante. En efecto, flota en el aire una sensación de entre impotencia y desinformación. Impotencia porque esto de la pandemia parece el cuento de nunca acabar. Nos dijeron, durante y después de un estricto confinamiento, que doblegó la curva, que, una vez tuviéramos las vacunas, y con la inmunidad de grupo, llegaríamos a estar sanos y salvos. Ciertamente las vacunas han salvado no miles sino millones de vidas, por lo menos en los países ricos.

Pero no se informó con claridad por parte de las autoridades —siempre optimistas, mirando las urnas y el electrómetro— que las vacunas eran importantes, esenciales incluso, pero no eran Lourdes.

Con esta sexta ola de la pandemia nuestras sociedades occidentales, ricas, acostumbradas a una seguridad tan insana como artificial, han entrado en otra ola de fatiga pandémica

A pesar del formidable esfuerzo científico, financiero y logístico desplegado —sólo al alcance de la sanidad pública, y de sus trabajadores, cabe recordar— no se informó con integridad del estado de las cosas. En efecto, por una parte, para el ciudadano medio está muy claro que ninguna medicina cura al cien por cien, tampoco las vacunas. Especialmente las vacunas surgidas, casi por arte de magia, en un tiempo récord, de los laboratorios. No se trata de que las vacunas no fueran seguras, que lo son; no de que no sean eficaces, que lo son. Ambas características han quedado ampliamente demostradas.

Lo que ha aguado la fiesta han sido las variantes del virus. Aunque sabíamos que los virus son en esencia bichos mutantes, la rapidez y virulencia de las nuevas variantes detectadas a lo largo de los últimos meses, singularmente ómicron, nos han cogido en cierta medida con la guardia baja y demasiado confiados.

Pero no sólo eso. Los científicos han prevenido a las autoridades de la variabilidad de los virus. No conocían, sin embargo —no lo podían saber—, las características de las variantes, es decir, su capacidad infectiva, su peligrosidad y, por último, si las vacunas existentes y ya administradas desplegaran también su efecto de escudo.

Así, con una deficiente política general de comunicación por parte de todos, se han ido retransmitiendo, en vivo y en directo, datos, cifras, hipótesis científicas, muchas veces contradictorias, donde algunos han exagerado más de la cuenta. Sin ir más lejos, la verdad ómicron ha pasado de ser un demonio infeccioso y mortífero a un virus preocupante, pero, con los instrumentos de los que disponemos, doblegable, que todavía tiene capacidad letal. Ahora bien, como nos pilla preparados, es decir, vacunados y con mucha más información, pasado el primer golpe histérico, como bloquear Sudáfrica, se puede resistir mejor de lo que se esperaba al alba de su aparición.

Aunque, ahora, a la parte de la sanidad pública a la que le ha tocado pagar el pato ha sido a la asistencia primaria, sin que, por lo visto, se hayan aportado los medios personales y materiales necesarios. La falta de antígenos, las erráticas políticas de consejos, prohibiciones de quitapón, no haber dado un papel más importante a otros profesionales sanitarios como las farmacias... no han contribuido a clarificar debidamente la situación y a quitar cierta angustia y desconfianza entre la ciudadanía.

Con esta sexta ola de la pandemia nuestras sociedades occidentales, ricas y, por lo tanto, temerosas del asalto contra nuestras —creemos— fortalezas, acostumbradas a una seguridad tan insana como artificial, han entrado en otra ola de fatiga pandémica.

Esta fatiga pandémica, reitero, propia de los que creen tener una póliza a todo riesgo, es debida a una flojera que, como sociedad, nos puede llevar por el mal camino. El umbral de tolerancia al riesgo, a lo negativo, que la vida comporta inexorablemente, está enfermizamente rozando el cero.

En este contexto, cuando vienen mal dadas, parece el fin del mundo. Ahora, hoy día, se mire como se mire, ni de lejos estamos como en épocas pasadas. No es que haya que hablar de las pestes que asolaron regularmente a nuestros antepasados, ni de la gripe española de hace un siglo con sus 50.000.000 millones de muertes, ni de los 30.000.000 millones, como mínimo, de fallecidos a causa del sida. Sólo hay que pensar en lo devastada que quedó Europa y España por las guerras del siglo XX, especialmente de la Segunda Guerra Mundial y de la rebelión militar española, mal llamada Guerra Civil.

La situación de penuria de las posguerras supera en mucho, en muchísimo, la aflicción actual. Nuestros padres salieron adelante. Empezando por tener una piel más gruesa, más fe en nosotros mismos y en saber afrontar los males que, por injustos que sean, no se pueden dejar de sufrir. Hay que adoptar una actitud de menos señoritos, de aumentar la capacidad de afrontar. No hay que esperar milagros día sí y día también. Todavía nos queda mucho por lo que llorar, mucho por lo que trabajar y muchos futuros para crecer.

Y feliz 2022, que, si hacemos caso de las predicciones, será bastante mejor que el 2021. O sea: menos lamentos y más ánimos.