La buena política es un gran tablero de ajedrez en el que en demasiadas ocasiones se permite el acceso a jugadores de parchís. Y el buen Derecho en manos de picapleitos oportunistas se convierte en un instrumento que conduce inevitablemente hacia la confusión. Si el sistema jurídico no está concebido u orientado al servicio de una ordenación razonablemente pacífica de los problemas políticos y sociales, se convierte en un instrumento de opresión y un catalizador de soluciones que empeoran todavía más lo que, incluso suponiendo buena voluntad, se quiere solventar.

Un ejemplo lo tenemos en el requerimiento que el presidente Rajoy ha enviado al president Puigdemont. Es un documento pesado y alambicado, todo menos claro. Con una extensa y, según mi opinión, confusa descripción de antecedentes y con un encadenado de indicaciones y preguntas bastante impropios de lo que se entiende que tiene que ser un requerimiento, concluye con una peculiar intimación. En efecto, aun respondiendo 'no', para superar la amenaza de la puesta en marcha del arte. 155 CE hace falta hacerlo con un 'no' prácticamente desnudo.

Basta leer el apartado B del acuerdo del Consejo de Ministros ("En el caso que la respuesta sea afirmativa y a estos efectos la ausencia de contestación y/o cualquier contestación distinta en una simple respuesta afirmativa o negativa se considerará confirmación [...]"). Todo lo restante, un detallado, 'no' por ejemplo, será entendido por parte del emisor del requerimiento como uno 'sí'. No solo rendición, sino humillación. Y ante todo el mundo.

No sé qué responderá el president Puigdemont. No importa. Me da la impresión de que el dispositivo del 155 ya está preparado. Me permito, pues, aventurar algunas de los posibles "medidas necesarias" que podrían implementarse; unas, directamente derivadas del precepto mencionado y otras, que son concomitantes.

De todos modos, hay que manifestar dos cuestiones juridicoterminológicas, sobreras quizás para los picapedreros jurídicos de Guantánamo, pero irrenunciables para un jurista medio. En primer lugar, el art. 155 no dice nada de intervención de la Comunidad Autónoma, sino de dar instrucciones. Sigue, en modo traducción libre, el art. 37 del Grundgesetz ('Constitución federal' alemana).

Con todo, la regulación española es mucho más suave que la tudesca: ni está previsto ningún tipo de coacción (de coacción federal, hablan los alemanes) ni, menos todavía, el nombramiento de un agente o representante ad hoc del Estado. Cierto es que en las tierras del Rin no existe delegado del Gobierno como aquí. Estas apreciaciones podrán parecer sobreras, sin embargo, en un Estado de derecho digno de tal nombre, son primordiales.

Dicho esto, ¿a quién y qué tipo de medidas necesarias hay que dictar? Todas las imaginables, sin límite: la Constitución no tiene límites en este aspecto. No solo se pueden dirigir instrucciones (no órdenes, curiosamente) al president y a los consellers, sino a cualquier autoridad dependiente de la Generalitat, incluidas las parlamentarias. Eso último, es decir, la alteración de los efectos del sufragio, comportaría no la intervención de la autonomía, sino su suspensión de facto. Que es el tema central de la utilización del 155.

Con la condición de que instrucciones no son órdenes —disquisición que, me temo ahora, es una pura bagatela—, ¿podrían cambiar, por ejemplo, planes de estudios o libros de texto "instruyendo" debidamente a los peldaños más alejados de los centros políticos y, por lo tanto, más fácilmente influibles, aunque ello fuera en contra de su voluntad? Imaginarlo da miedo.

Eso podría ir acompañado de la activación por parte del Tribunal Constitucional, debidamente instado por el Gobierno central, de la suspensión (que no inhabilitación) de los cargos electos, empezando por el mismo president Puigdemont. En efecto, se podría poner en marcha el art. 92. 4. b) de la ley orgánica del TC, declarado constitucional por el mismo TC, para sorpresa de muchos, incluso de algunos de sus magistrados.

¿Qué efecto podría tener esta decisión, ansiada por no pocos de los autodenominados constitucionalistas? Pues que, entre otros, el Gobierno central podría convocar elecciones autonómicas, previa disolución del Parlament. Aparte de los aspectos no menores de la forzosa pervivencia, cuando menos resistencial, de la legalidad y la legitimidad catalanas, es obvio que no tendría mucho sentido convocar a unas elecciones al mismo cuerpo electoral, previsiblemente mucho más irritado que hace dos años, para escoger a los mismos políticos —la suspensión constitucional no es penal y, por lo tanto, no influye en el derecho de sufragio pasivo (ser elegible).

También tendría solución este inconveniente a la hora de reespañolizar Catalunya: declarar ilegales los partidos independentistas, como ya algún preclaro portavoz ha propuesto. Con la legislación actual sería un poco forzado, pero no cabe esperar una dura oposición ni política ni jurídica a una medida similar. Quizás, para cubrir las vergüenzas ante Europa, se reformaría por la vía exprés la ley de partidos, con el fin de incluir con toda claridad el ideario independentista entre las causas para borrar partidos y listas de electores.

Todo eso, quién lo sabe, salvo los que están en el secreto de este fajo de no soluciones, acompañado de previsibles medidas relativas a los Mossos y a reducir la normalidad del ejercicio de los derechos fundamentales por parte de los ciudadanos de Catalunya. Pero de eso tampoco me gustaría tener que hablar.