"¿Cuántos somos?". Es la gran pregunta que la gente se hace en el siglo XXI mientras asiste a las manis. Sea la de hoy a favor de la acogida de refugiados, sean las del 11 de septiembre, sea la que sea. La primera preocupación es la intendencia: cómo nos vestiremos para ir cómodos, dónde aparcaremos/en qué transporte público iremos, dónde cargaremos la batería del móvil cuando vayamos bajos y dónde comeremos. Pero, una vez resueltas estas previas, sólo importa cuántos somos.

Y eso hoy no ha sido fácil saberlo porque ha sido una mani muy desordenada. Y sin gritos, ni proclamas. Los catalanes nos hemos acostumbrado a que ahora para manifestarnos nos tenemos que apuntar en un lugar donde nos asignan un espacio exacto. Y, claro, cuando vamos por libre y por un itinerario no habitual y nada conocido, la gente transita muy a su aire y entonces, cualquiera se pone a contarnos.

La elección del lugar de salida, la plaza Urquinaona de BCN, una de las más feas de la ciudad, ya era curiosa. Pero era la más razonable porque el objetivo de la mani era llegar al mar y esta pequeña plaza y con muy poco espacio útil, permitía embocar directamente por la Via Laietana. Pero lo que ha pasado es que a les 4 y cuatro, cuando ha empezado a andar la cabecera, estaban llenos todos los accesos desde la Plaça Catalunya, Pau Claris hasta Granvia y toda la Vía Laietana hasta el puerto, por delante de la mani. En cambio, en la parte Besòs de la plaza Urquinaona había todo el espacio que quisieras.

Y el problema es que muy poca gente sabía exactamente dónde estaba la llegada y ha acabado pasando que una gran parte de los manifestantes se ha perdido o lo ha dejado estar a medio camino. O sea, cuando a las seis de la tarde, en el escenario previsto para las actuaciones y los parlamentos, había cuatro gatos, unos 300 metros más arriba y detrás de unas instalaciones deportivas que hacían de muro visual, miles de personas, en vez de girar a su derecha y entrar en el parque de la Barceloneta, seguían recto por el lateral de la Ronda Litoral e iban a parar a la zona del hotel Arts. Y allí, pensando que aquello era el final, se dispersaban.

Pero es que delante del escenario, donde Mònica Terribas ha dirigido unas palabras a los asistentes y Marina Rossell, entre otros, ha cantado, tampoco estaban todos los que transitaban por la zona. Muchos han cruzado el colapsadísimo paseo marítimo, por donde seguían circulando coches porque según me ha explicado un urbano había que dejar paso hasta el vecino Hospital del Mar, y han ido a ver la simulación de rescate organizada en el mar por el barco de Open Arms. Unos en los espigones, otros en la arena y el resto desparramados por algún sitio desde donde poder seguir la cosa.

Por lo tanto, me imagino los contadores de manifestantes de la Guardia Urbana de BCN reunidos hoy en un despacho y diciendo: a ver, Manel (cómo se podría llamar Paquita, Anselm o Maria Antònia) tenemos gente delante de El Corte Inglés de plaza Catalunya, en el espigón de la Barceloneta, en el hotel Artes, en el cinturón del litoral, en el parque donde acaba la mani... ¿cuántos ponemos?

Y la cifra oficial ha llegado al lado del escenario, donde estaba entre otros, Oriol Amorós, secretario de Igualdad, Migraciones y Ciudadanía: 160 mil. ¿Y eso son muchos o pocos? Amorós ha recordado que en la mani de Berlín fueron 30 mil. Y cuando alguien le ha dicho: "Hombre, 160 mil está bien pero suena a poco, ¿no?", un servidor no ha podido evitar pensar: "mira, una vez más, el síndrome del paseo de Gràcia".

Convinimos que a la manifestación de la Diada del año 1977 fueron un millón de personas. Y, sí, es cierto que entonces nunca se había visto cosa igual de gente, pero allí no había un millón de personas ni de broma. Entre otras cosas porque no caben. El problema es que a partir de entonces, parece que si no haces una mani con un millón de personas, aunque sean ficticias, aquello ni es una mani ni es nada. Y mire, no. Es un gran éxito reunir a 160 mil personas un húmedo sábado de febrero a las 4 de la tarde para pedir una cosa tan poco de moda en esta Europa que cierra fronteras y donde cada vez tiene más éxito el discurso de Marine Le Pen como poder acoger a las personas que tienen que huir de la guerra, el hambre, la destrucción y el no futuro.

Muchos de los que hemos ido a la mani y hemos cogido frío y humedad, cuando hemos llegado a casa nos hemos regalado una buena ducha de agua caliente para reaccionar. Y la gran contradicción: mientras, tal como me ha explicado un compañero periodista que tiene su mujer en Serbia intentando repartir comida entre los refugiados, la policía de aquel país, por orden de las autoridades, les roba la ropa y los zapatos para que desistan de continuar. Y les pegan, e impiden que les llegue comida, y los dejan a la serena con unas temperaturas bajo cero. Niños, mujeres, hombres y abuelos.

En un mundo civilizado eso no tendría que poder ser. Y no tiene que ser. Pero el miedo a lo desconocido y a que te quiten no se sabe exactamente el qué, mezclado con la ignorancia, el populismo y la propaganda, hace que una manifestación de 160 mil personas sea un gran éxito.

Ahora sólo falta que sirva de alguna cosa.