¿Soy la única que tiene la sensación de que nada de lo que se hace se hace bien? Me explicaré mejor, porque soltar una pregunta de esta magnitud sin daros antes un poco de información, no sería justo por mi parte. Os pondré un ejemplo. El otro día fuimos a tomar algo a un bar con mi pareja y nos pasó esto: después de 15 minutos esperando a que alguien se dignara a venir a preguntarnos qué queríamos tomar, y de ir yo a la barra dos veces para ver si todavía había vida en aquel bar, cuando el camarero tuvo la bondad de venir (porque parece que te estén haciendo un favor) y tomó nota de lo que queríamos (teóricamente, porque mucha maquinita postmoderna, pero a la hora de la verdad…), en vez de aprovechar para limpiarnos la mesa (que todavía no habían recogido de los clientes anteriores; quizás hacía medio año que aquella taza de café y aquel cenicero lleno hasta los topes estaban allí, visto el panorama que nos encontramos y que ahora mismo os explicaré) —no sé vosotros, pero cuando yo trabajé en el mundo de la hostelería hace años, cuando las cosas todavía se hacían un poco bien, te decían que ninguno de los viajes que hicieras a una mesa fuera en vano, que aprovecharas siempre para hacer algo (recoger la mesa de al lado y traer las cosas de vuelta, colocar bien una silla…, ¡lo que sea!)—, se fue para dentro todo estresado (en todo el bar había cuatro mesas más con gente, no trescientas, pero adelante con el estrés), y cuando volvió —yo toda ilusionada porque podría tomarme mi anhelado ColaCao y zamparme un dónut— dejó el vaso de medio litro de ratafía de mi pareja sobre la mesa (había pedido un chupito de ratafía, no una garrafa) y el ColaCao. ¿Dónde estaba el dónut? ¿Alguien lo sabe? Él tampoco. Resulta que, a pesar de tener una maquinita de última generación para anotar tres simples cosas, ¡tres!, no sesenta, se olvidó de apuntar una. Dejó lo que había traído sobre la mesa (todavía no se dio cuenta de que la tenía que limpiar antes de servir algo) y se fue a buscar el dónut que yo con una sonrisa desencajada en la cara le pedí que me trajera por segunda vez.

Se ve que los jóvenes de ahora se estresan si tienen que trabajar, cualquier obligación les parece un maltrato

Se ve que los jóvenes de ahora se estresan si tienen que trabajar (trabajar más de cinco horas al día lo consideran explotación laboral y cogen la baja por estrés y ansiedad). Se los ha protegido tanto para que no sufran (que de entrada parece muy bonito y muy noble por parte de las familias y de la sociedad, pero a la larga, ya os lo adelanto, acaba muy mal todo), que cualquier obligación les parece un maltrato. La vida —como los que ya somos adultos sabemos— no todo es coser y cantar, y por lo tanto, educar a los jóvenes como si la vida fuera toda de color de rosa y sin marcarles límites ni enseñarles a ser responsables y autosuficientes, solo los va a llevar a una gran frustración, cuyo desenlace es catastrófico —no entraré en este tema, porque es demasiado delicado para dedicarle pocas palabras, quizás en otro artículo. Vuelvo a donde estaba: ya no hay ningún interés por hacer bien las cosas, la ineptitud se ha extendido a todos los ámbitos (pides que te arreglen un grifo y no solo no te lo arreglan bien, sino que te estropean tres cosas más que antes funcionaban; vas al mecánico a hacer una revisión para pasar la ITV y al cabo de tres días el coche deja de funcionar; contratas a una persona para hacer la limpieza, que te prometen que lo hace muy bien, y después de cinco horas solo ha limpiado tres habitaciones y mal limpiadas…). Recuerdo que antes, si no hacías bien tu trabajo, te echaban a la calle. Sabías que tenías una responsabilidad y te esforzabas en hacer las cosas bien. Prestabas atención a lo que te decían, y si cometías un error, te lo apuntabas para no volverlo a repetir. El mundo no puede ir bien de ninguna manera si los trabajadores no hacen bien su trabajo y si la ineptitud se extiende a todos los ámbitos laborales (como ya ha pasado). 

Ya habéis visto qué pasa cuando la ineptitud se traslada a los altos cargos de la política…, pues que nos encontramos individuos como Carlos Mazón (por no decir otra cosa que también termina en ón, y aún me quedaría corta para describirlo), president de la Generalitat Valenciana, que, mientras más de doscientas personas morían ahogadas por su ineptitud, él se zampaba un buen banquete con la periodista Maribel Vilaplana con toda la calma, sin mover ni un dedo; bueno, miento, los movió solo para chupárselos después de engullirlo todo. Y como no quedó bastante satisfecho con eso, entonces pensó que lo mejor que podía hacer era ir al funeral de Estado del primer aniversario de la catástrofe, donde, lógicamente, estaban todos los familiares de las víctimas, a meterles un rato el dedo en la llaga y a mearse en su cara. (En este caso, a la ineptitud se le sumó la perversidad: un cóctel explosivo) Después de eso, y aún sin saber qué quiere decir la palabra culpa, finalmente hoy, 3 de noviembre de 2025, ha decidido dimitir. Si fuera por mí, ya haría tiempo que estaría en la cárcel, pero se ve que en este país, si robas una chuchería en el supermercado, te condenan a cadena perpetua, pero, si estafas millones de euros o te cargas a cientos de personas y destrozas la vida a sus familias, eres de azúcar. Se premia la ineptitud y la perversidad; así va el país (el nuestro y el de al lado). Repito: ¿soy la única que tiene la sensación de que nada se hace bien?