Tengo 44 años. Nací en Olot, una ciudad europea y mediterránea tan civilizada y tan pacífica como aburrida y opresiva. Estudié Filología Catalana (UB) y Teoría de la Literatura (UAB) en Barcelona; después me marché a los Estados Unidos porque allí, al contrario que en mi país, me pagaban por estudiar. De eso hace casi 20 años. Vivo en Indiana, donde soy profesor de Literatura Catalana. Mi hijo es felizmente americano, piensa que ha nacido en el mejor país del mundo, y dice que esto de los catalanes es muy complicado. Acabo de publicar Pensar Barcelona: Ideologies d’una ciutat global en la editorial Apostroph, un estudio de los fundamentos ideológicos que redefinieron la capital del país a principios de los ochenta y sobre como los cambios políticos resultantes nos han llevado a la ciudad gentrificada, víctima del turismo de masas y encarecida de nuestro tiempo presente.

Edgar Illa - Sergi Alcazar

La Barcelona eufórica de los Juegos Olímpicos. Parecía que todo era posible.

La euforia es un efecto que se genera a partir del hecho que en este acontecimiento, los Juegos del 92, uno tiene la impresión que todo aquello que hasta el momento eran antagonismos en la historia reciente acaba conciliándose de repente. Todo aquello que acongojaba Europa, el país, pero también a Barcelona –la cuestión nacional, el conflicto entre lo local y lo global, la marginalidad económica– desaparece como por arte de magia disuelto en un clima brutal de optimismo. Fíjate que en el ambiente de los Juegos era casi imposible pensar en negativo, no había residuos inasimilables, ni alteridad alguna que pudiera dejar de ser agradable. Todos iban a la una, y la disidencia representaba una anomalía.

El independentismo, residual y pintoresco.

Sí, era un fenómeno visto como algo propio de cuatro alocados. Es tiempo después que las detenciones de Garzón, las torturas y la vulneración de derechos devienen un asunto de preocupación pública. Pero el independentismo, globalmente, era algo marginal, como cuando Àngel Colom y poca gente más acudió a la ceremonia de recepción de la antorcha en Empúries con pancartas de Freedom for Catalonia. ETA todavía estaba en activo, Hipercor escocía, pero el Estado empezaba a tenerla más o menos bajo control. El único conflicto, en la superficie de aquel presente, era ver quién podía beneficiarse del rédito propagandístico de los Juegos. Si Maragall eclipsaba a Pujol para llegar a la Generalitat o si los políticos catalanes dejaban a Felipe en la sombra, etcétera.  

Los Juegos reconcilian dos Españas contradictorias en apariencia: Maragall y Samaranch.

Es fascinante, porque en aquel momento Maragall representaba la izquierda liberal, el antifranquismo y, en cierta forma, una tradición catalanista-burguesa familiar. De hecho, en el discurso de la inauguración de los Juegos, Maragall recuerda como el Estadi Olímpic era el lugar en el que Companys debía haber inaugurado la Olimpíada Popular del año 36, que nunca se pudo celebrar a causa del estallido de la guerra. Él mismo establece una genealogía de los Juegos Olímpicos como un sueño republicano y catalanista de continuidad con el pasado, como si fuera un acto de justicia reparadora. Eso lo dice al lado de Samaranch, que es el otro bando de la historia, radicalmente opuesto: hablamos de un franquista que se blanquea a través del COI pero que, paradójicamente y gracias a su buen hacer en el arte de la corrupción y escalar hasta lo más alto del poder, consigue unos Juegos para Barcelona. Este choque entre dos tradiciones se concilia en la inauguración de Barcelona 92. A Samaranch, y ahí está la clave del tema, ya le va bien que Maragall le blanquee a través de Companys. De hecho, él ya había organizado eventos deportivos de masas en Barcelona, como los Juegos del Mediterráneo, pero le resulta ideal que Maragall recalque la figura de Companys. Recuerda que cuando el alcalde cita el nombre del antiguo presidente todo el estadio rompe espontáneamente a aplaudir. La pregunta es: ¿esta espontaneidad es natural o es el fruto de la propia dinámica de un acto televisado de ámbito planetario donde todo está pautado de antemano? Esta indecibilidad, hasta qué punto un acto es espontáneo o inducido como un espectro es lo que más me interesa.

Edgar Illa - Sergi Alcazar

Más paradojas. Recordando a Companys, un socialista borra al independentismo de Barcelona.

Sí, en el acto de reconciliación se busca también desactivar esta parte del pasado. Pero fíjate que cuando ves las imágenes de la ceremonia te das cuenta de que ni Pujol ni González se ven demasiado cómodos en su papel, sobretodo porque el presidente español tiene la sensación de estar financiando un proyecto a partir del cual los catalanes, como así ha acabado sucediendo, pueden empezar a escapársele de las manos. Las tensiones están ahí, en efecto, pero todo permanece bajo tierra.

El cosmopolitismo es una forma de esconder el conflicto nacional

Del 92 nace el mito de la Barcelona cosmopolita.

El cosmopolitismo urbano, en el caso barcelonés, es una ideología que te permite conciliar las adscripciones nacionales catalana y española. Ello te permite disimular el conflicto: en el caso de Barcelona, este gesto busco el amparo del eslogan “la ciutat de la gent.” Visto que todos somos “gente”, porque no puede dejar de ser algo tan vago como la “gent”, el pueblo y la catalanidad se desdibujan. El cosmopolitismo barcelonés también permitió saltar del tema nacional hacia la búsqueda de una identidad mediterránea y europea. Todo este proyecto ideológico disuelve el proyecto nacional-catalán y el conflicto Catalunya-España. Esto a Maragall le funciona porque conecta con un proceso global de ciudades desnacionalizadas que suspiran por repeler su entorno nacional.

La ciudad cosmopolita también es más despersonalizada, más homologable.

Es un proceso dialéctico: las ciudades intentan diferenciarse las unas de las otras pero, en el fondo, a través del intento de singularizarse también se igualan. Barcelona saca pecho de su arsenal arquitectónico: el románico, el gótico y por encima de todo Gaudí. Ello marca la diferencia de Barcelona, pero la sume en una dinámica global donde las ciudades cada vez se equiparan más.

El modelo olímpico acaba implosionando y deriva en parque temático.

Eso se ve perfectamente en el Fòrum de les Cultures (2004), cuando las ideologías que habían funcionado hasta aquel momento se anquilosan, ya no sirven para analizar el mundo y, justamente por ello, devienen visibles en tanto que farsa. Se ve, por ejemplo, como bajo la mística del Mediterráneo y del Front Marítim se filtra un proceso de especulación inmobiliaria bestial. 2004 vive el cambio del “modelo Barcelona” a la “marca Barcelona”. En el libro intento recuperar aquello que hay de salvable en el modelo Barcelona, aquello que todavía puede remar en contra de la mercantilización de la ciudad. Porque no todo aquello que ha devenido mercancía o gentrificación proviene de un modelo erróneo.

Edgar Illa - Sergi Alcazar

Barcelona necesita de un estado para sobrevivir.

Eso ya lo dice Rubert de Ventós. Cuando imagina y escribe el guión de la ceremonia de Empúries y lo define como “trabajo de estado.” Su gesto es todavía muy incipiente pero inicia un proceso de intentar proyectar Barcelona dentro de la normalidad de las capitales del mundo. Barcelona no podrá hacer nada si no dispone de todos los instrumentos jurídicos y legales que necesite para funcionar. Todo lo que no sea construcción de estado propio es humareda, son pequeños parches. Hasta que no sea capital de estado, Barcelona vivirá siempre en la intemperie. De hecho, el estado actual no sólo no la protege, sino que juega en su contra. Por esto, debido a la falta de poder jurídico, Barcelona no puede luchar contra su propia marca. Si tu no puedes regular tu propia ciudad caes en el puro esteticismo, representado por Colau.

El Conde de Godó y Valls están encantados con Colau, porque blanquea el poder del estado en Barcelona bajo una apariencia disidente

El colauismo es un maragallismo líquido.

¡Ojalá fuera líquido! Es un maragallismo gasificado. El colauismo es la apariencia de resistirse a la marca Barcelona pero sin ningún tipo de efectividad, sin poder coercitivo alguno. Al contrario, acaba siendo un cómplice contra la acumulación de poder de carácter estatal que pudiera darle a Barcelona y al país una soberanía real. Colau hace ver que se opone al modelo y a la marca, sin poder real para hacerlo. Por ello desactiva la disidencia y el Conde de Godó y Manuel Valls están tan contentos con ella, porque blanquea el poder del estado en Barcelona bajo una apariencia disidente. Es el crimen perfecto, porque la disidencia real sería buscar instrumentos de soberanía con una eficacia real.

El proceso visto por un americano de Olot…

Lo vivo en dos fases. La primera es un período en el que ya piensa Rubert de Ventós. El proceso se explica como la adaptación superestructural de un cambio en la tendencia económica a partir del cual Cataluña ya no depende de Madrid y, al revés, el poder político del Estado ya no busca cobijo en la burguesía catalana (como sí pasó durante los siglos XIX y XX); es decir, Barcelona y Madrid no sólo dejan de ser complementarias, sino que son competidoras. La primera fase es pacífica pero la segunda, que empieza en el 1-O, ya no: a partir de un instante de tensión política muy determinado, la lucha ya implica coacción física y es abiertamente hostil. Los españoles, en su lógica, utilizan todos los instrumentos para competir y la violencia, guste o no, forma parte del mercado global en tanto que elemento de acción política. Esta segunda parte nos lleva al presente, a una situación de guerra permanente pero en sordina.

El futuro de la tribu…

Salvo la irrupción de una cosa impensada, para utilizar una expresión de Pla, la sensación que tengo es que la guerra continuará sin grandes cambios, con periodos de más o menos intensidad, pero sin una resolución final. La violencia globalizada ahora funciona así, como una guerra fría cronificada. En momentos puntuales ganarán terreno unos, en otros nosotros… pero me cuesta vislumbrar un instante de liberación. Igualmente, en la vida existen roturas repentinas y la cadena de eventos podría resquebrajarse. Lo que no veo, eso sí, es que nos estemos acercando a ese momento.

Edgar Illa - Sergi Alcazar