En octubre del año 2000, el entonces presidente de la República Francesa, Jacques Chirac, dijo a una delegación de Israel encabezada por el ministro de Asuntos Exteriores y antes embajador en España, Shlomo Ben Ami, que estaba en París para intentar llegar a un alto el fuego durante la segunda intifada —que había comenzado en el mes de septiembre—, que "la desproporción entre las víctimas palestinas y las israelíes significaba que Israel nunca conseguiría que nadie se creyera que los agresores eran los palestinos". Veinticinco años después, aquel comentario aún define el estado del conflicto y explica por qué Palestina ha ganado, cuando menos en el mundo occidental, la batalla del relato a Israel.
Desde el primer momento todo ha sido una gran comedia, un gran montaje, para poder seguir cargando el mochuelo a Israel
Es justamente en este contexto que la Global Sumud Flotilla nunca había pretendido llevar ayuda humanitaria a Gaza. Su único objetivo era que pasara lo que ha acabado pasando y que todo el mundo sabía qué pasaría: que Israel interceptaría todos los barcos que la integraban para poder montar el gran número sobre lo malo que es el Estado judío. De hecho, desde el primer momento todo ha sido una gran comedia, un gran montaje, para poder seguir cargando el mochuelo a Israel. Nunca le había movido ningún interés real de ayudar a Palestina, sino solo de perjudicar a Israel por la guerra que mantiene con Hamás desde el execrable ataque perpetrado por la organización terrorista el 7 de octubre de 2023 —justo hoy hace dos años—, que es el extremo, no menor precisamente, que ahora todos los propalestinos de la última hornada fingen que no ha existido nunca.
La reacción a la intercepción por parte del ejército israelí ha seguido el mismo patrón de responsabilizar a Israel de lo que más convenga, aunque en el caso de España y de Catalunya hay que interpretarla también en clave de política interna en la medida en que algunos lo han aprovechado para resituarse con vistas a próximas citas con las urnas. Es normal, sea como sea, que haya gente que se haya manifestado a favor de la flotilla y de la población de Gaza, porque cada uno tiene sus ideas y, en democracia, las debe poder expresar libremente. Como también debería serlo que lo pudieran hacer sin temer por su integridad todos los que apoyan a Israel, pero que tal y como están las cosas en estos momentos en toda Europa es imposible que lo hagan. Lo que no es nada normal es que una institución que se supone que representa a todo el pueblo de Catalunya, como es el Parlament, haya tomado partido descaradamente por uno de los bandos del conflicto y haya dejado de representar al resto de la población que está en contra.
Ver cómo el Parlament guarda un minuto de silencio por el paro de la flotilla por parte de Israel, por mucho que entre los retenidos —que no detenidos— hubiera una diputada de la CUP, y además el día que un atentado contra una sinagoga de Manchester provocaba la muerte de dos judíos por el simple hecho de serlo, es vergonzoso. ¿Cuántos minutos de silencio hizo el Parlament por el ataque de Hamás que dejó más de 1.200 personas asesinadas y más de 250 secuestradas? A los cargos públicos la ciudadanía no los vota ni les paga un sueldo para que falten a sus obligaciones y se tiren un mes de crucero por el Mediterráneo, que, a fin de cuentas, es lo que realmente han hecho. Y es que durante todo este tiempo de viaje —los romanos tardaban veintitrés días en recorrer el trayecto entre Barcelona (Barcino) y Palestina y los integrantes de la flotilla han tardado treinta y uno— el mensaje que han transmitido no ha sido la preocupación por los habitantes de Gaza, sino que han focalizado la atención en sí mismos, han instrumentalizado el sufrimiento del pueblo palestino en favor de su vedetismo. Hasta el punto de que las movilizaciones posteriores han llegado también a poner más el énfasis en el estado de los retenidos de la flotilla que en la suerte de la población palestina.
Unas manifestaciones que, en todo caso, han dibujado un discurso plagado de antisemitismo según el cual "la condición necesaria para la total liberación de Palestina es la destrucción del proyecto colonial sionista, es decir del Estado genocida de Israel", de acuerdo con las palabras de la portavoz de la Organització Juvenil Socialista, Judith González, y que delata que la solución de los dos Estados quienes no la quieren son los palestinos, porque, como se ve, lo que desean es aniquilar a Israel. Y, encima, los flotillistas —llamados activistas— que han aceptado ser deportados, cuando regresan a casa, pretenden dar lecciones a todos sobre lo bien que lo han hecho y la victoria que han logrado (?!) y sobre lo mal que los ha tratado el Estado de Israel, y tildan a quien discrepe, para variar, de xenófobo, supremacista, racista y fascista. De paso, sin embargo, también podrían explicar cómo se lo hace uno para vivir un mes sin trabajar, si es que hay alguien que le sufraga la fiesta o le cae el maná del cielo, que seguro que a muchos que les toca deslomarse para cobrar un sueldo a fin de mes les interesaría saberlo.
La realidad, sin embargo, los ha desbordado. Porque, mientras ellos, y ellas, se hacían selfies, grababan vídeos y hablaban por teléfono con los medios de comunicación que les hacen el caldo gordo, por primera vez hay encima de la mesa un plan de paz —el de Donald Trump para mayor disgusto de la tropa izquierdista populista, intolerante, dogmática, sectaria y demagógica de la flotilla— que puede ser un camino a la esperanza, a pesar de las reservas y la cautela con la que hay que tomarse el "sí pero no" con el que lo ha acogido Hamás. Ni que sea para conseguir de entrada la liberación de todos los rehenes vivos y muertos que aún permanecen secuestrados, habrá que darlo por bien empleado, y si además permite que se abran las puertas al fin de la guerra, pues mejor. Aun así, hay que ser muy prudente, porque históricamente los palestinos no han aceptado nunca ninguna de las salidas que les han presentado, entre otras las propuestas también por presidentes de Estados Unidos como Bill Clinton, George W. Bush o Barack Obama. Y eso que una de ellas, los llamados parámetros de paz de Clinton del mismo año 2000, les era especialmente ventajosa, pero Yassir Arafat también la rechazó.
Si se descuidan, los de la flotilla llegan a la tierra prometida cuando ya está todo el pescado vendido. Por cierto, de la supuesta ayuda humanitaria que transportaban nunca más se ha sabido nada. A veces ha dado la impresión de que el único propósito de todo ello era folclorizar de manera selectiva el drama de Oriente Próximo, cuando resulta que no todo es blanco o negro como pretenden hacer creer, sino que hay muchas tonalidades de grises, cuando resulta que todo es mucho más complejo que el tradicional juego de mesa de la batalla naval. A diferencia de los chicos que hace años jugaban a barcos, ahora no se trata de hundir a la flota, sino de construir una paz que, si finalmente se alcanza, no será gracias a ninguna de las flotillas que hayan surgido de Europa, que, perdiendo el tiempo en tonterías, se lo tendrá que mirar, como siempre, desde la barrera. Porque una vez más Europa habrá llegado tarde y tendrá que conformarse, también como siempre, a ser un mero espectador o, como máximo, a ejercer de comparsa.