No está en discusión la legitimidad de Carles Puigdemont para tratar de formar una mayoría de gobierno. Lo que se discute es si realmente dispone de esta mayoría. Tan legítimo es que lo intente él, como Salvador Illa, como cualquier otro de los aspirantes a presidir la Generalitat escogidos en las elecciones del día 12. La legitimidad la confiere la participación en unas elecciones democráticas, y al respecto no hay discusión posible. El líder de JxCat, por tanto, podrá probar tantas combinaciones como crea convenientes a pesar de no haber sido el ganador de los comicios. Lo que está en cuestión, si acaso por sorprendente, pero no por ilegítimo, es que quien los ha perdido solicite el apoyo de quien los ha ganado, es que el segundo pida al primero que lo invista a él y no sea el segundo el que invista al primero.

De las urnas de hace dos domingos solo salieron, más allá de alianzas extrañas, dos mayorías posibles: un tripartito y una sociovergencia. Pero ninguna de las dos satisface a los actores que deberían protagonizarlas. ERC no quiere comprometerse con ningún nuevo tripartito ni, de hecho, con ninguna opción de gobierno, salvo algunas voces discordantes de la opinión que ahora parece mayoritaria. Es quien ha salido más escaldada de los malos resultados de las elecciones catalanas de hace diez días y no está para nuevas aventuras, sino para replegarse a la espera de tiempos mejores, teniendo en cuenta, además, que la cita electoral europea del 9 de junio podría agravar aún más la situación. La sociovergencia, por su parte, tan solo se prevé factible si la encabeza JxCat, no el PSC, aunque la lógica diga que debería ser al revés, pero ya han quedado claras cuáles son las intenciones de Carles Puigdemont.

Todos los escenarios, por tanto, están abiertos, incluido el del bloqueo y la repetición de los comicios. El riesgo que en este supuesto correrían ERC y JxCat, y también la CUP, es que les fuera peor. No hay duda de que los malos resultados que han obtenido, y que han provocado que por primera vez desde 1984 el bloque nacionalista se quedara sin mayoría en el Parlament, son consecuencia de la abstención de una parte significativa de los votantes independentistas. Y el problema es que estos partidos son incapaces de darles respuesta. Se limitan a culpabilizar a quien se ha quedado en casa de todos los males que les afligen en lugar de preguntarse —no porque no puedan, sino porque no quieren— por qué ha ocurrido. En relación con las elecciones del 2017 —los datos de las del 2021 son poco fiables por el hecho de que se llevaron a cabo en plena pandemia de la covid—, los tres han perdido casi 850.000 votos, que es obvio que si se hubieran hecho efectivos les habrían dado la mayoría. Pero si no ha sido así es porque los votantes sienten que no solo no los representan, sino que durante todo este tiempo en que han cogido la bandera de la independencia por razones puramente tácticas les han tomado el pelo. De hecho, estaba cantado que esta vez no habría mayoría independentista, porque ¿cómo podía haberla si en las elecciones prácticamente no se presentaban candidaturas independentistas?

El primer aviso lo recibieron en las municipales del 2023, el segundo en las españolas del mismo 2023, el tercero ha llegado ahora en las catalanas del 2024, el cuarto será en las europeas también de este 2024 y el quinto se producirá si fuerzan que se tengan que repetir los comicios del día 12. Y así sucesivamente, hasta que entiendan que el problema son ellos, no los abstencionistas. Por ahora, sin embargo, la respuesta está muy lejos de estar en este estadio, con un Carles Puigdemont que se aferra a la posibilidad de ser investido de nuevo president de la Generalitat al precio que sea y aunque tenga que ser a costa de volver a celebrar las elecciones, y de repetirlas tantas veces como sea necesario hasta que se salga con la suya, y que en ningún caso prevé retirarse, y con un Oriol Junqueras que dice que no se quiere ir de la cabecera de ERC pero que se va, pero que dice que volverá. Talmente agarrados como un clavo ardiendo a la silla de los restos del poder autonómico, a la espera de beneficiarse de una amnistía que difícilmente la justicia española permitirá que se aplique.

Todos los responsables del fiasco del 2017 que aún no se han apartado de la primera línea de la política son los obstáculos que impiden que sus respectivos partidos se den cuenta de qué está pasando realmente y se regeneren, y que surjan nuevos liderazgos que tengan la capacidad de volver a conectar con el electorado al que tanto han defraudado.

Ellos dos, y todos los responsables del fiasco del 2017 que aún no se han apartado de la primera línea de la política son los obstáculos que impiden que sus respectivos partidos se den cuenta de qué está pasando realmente y se regeneren, y que surjan nuevos liderazgos que no les sean deudores y, completamente desvinculados de ellos, tengan la capacidad de volver a conectar con el electorado al que tanto han defraudado. O eso o dejar paso a otras fuerzas políticas y otros dirigentes que, también sin serles deudores, cojan el relevo y recuperen la confianza de los votantes desengañados y hartos de unas formaciones que los han engañado y traicionado. El votante independentista no ha dejado nunca de estar allí desde que la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatut destapa en 2010 la caja de los truenos de la desafección de Catalunya hacia España y si en cada elección su abstención crece es porque JxCat, ERC y la CUP han dejado de representarle y, en lugar de rectificar, cada día hacen mayor la distancia que les separa.

La crítica vale para los líderes de estos partidos catalanes, pero también de los españoles que conscientemente confunden la pérdida de la mayoría que han sufrido con un retroceso del independentismo, como hace Pedro Sánchez al apuntarse la medalla de haberlo domesticado y de haber curado la fractura que dice que provocó. Nada más lejos de la realidad. El independentismo, a pesar de todos ellos y a disgusto de los de aquí y de los de allí, sigue existiendo. Dentro de las urnas o fuera, pero está ahí, no se ha ido a ninguna parte. ¿Tanto les cuesta admitir que la realidad es esta? A ver si ahora resultará que el único que lo ve claro es el cada vez más carismático y a menudo polémico alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, del PP, que dos días después de los comicios efectuó la siguiente precisión en Twitter: "Quien crea o piense que el independentismo ha desaparecido por arte de magia o de Sánchez Castejón se equivoca: el independentismo no ha ido a votar, pero el independentismo sigue ahí". Pues eso.

Y es que si los mandatarios de las tres formaciones todavía se piensan que pueden continuar embaucando al elector independentista como si nada hubiera sucedido, la poca credibilidad que les quedaba, si les quedaba alguna, se ha esfumado de golpe una vez se ha conocido la penúltima de los engaños perpetrados por los autoconsiderados líderes del proceso: el desistimiento de la causa del 9-N ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) por parte de encausados como Artur Mas, a cambio de vaya usted a saber qué tratos y pactos inconfesables. La excusa de que ha sido una pifia del abogado, por mucho que se llame Xavier Melero o precisamente porque se llama así, no se aguanta por ningún lado, y menos en un caso en el que la llamada Caixa de Solidaritat, provista por donaciones de ciudadanos anónimos de buena fe, les había dado 5 millones de euros para poder defenderse.

He aquí la importancia que tiene en todo, y de manera especial en política, decir las cosas por su nombre. Para no confundir al elector a quien se pretende convencer y, sobre todo, para no engañarse uno mismo a la hora de realizar según qué diagnósticos y pronósticos. Y porque en esta gran comedia en la que todos han participado desde 2017 ha llegado el momento de bajar el telón. Antes, sin embargo, es necesario que los principales protagonistas y los que han movido los hilos entre bambalinas salgan discretamente, pero innegociablemente, de escena. Es la hora de hacer mutis.