Esta semana se han cumplido dos aniversarios, los veinte  años del Estatut y los ocho años del referéndum del 1 de octubre, que invitan a recordar cómo y por qué las cosas fueron como fueron, porque, en realidad, el primero provocó el segundo, y no todo fue tan romántico.

La reforma del Estatut fue el invento estratégico del tripartito para arrebatar a Convergència i Unió la bandera de la reivindicación nacional, después del periodo en que CiU había pactado con el Partido Popular de José María Aznar. En el primer mandato de Aznar todo fueron ganancias autonómicas: los Mossos, los gobernadores civiles, el servicio militar, inversiones estratégicas (Sincrotrón Alba) y una cierta tregua de recursos antiautonomistas y discursos españolistas. Incluso Aleix Vidal-Quadras fue destituido para pacificar las relaciones. Sin embargo, a partir del año 2000, el Gobierno del PP con mayoría absoluta recuperó el ardor guerrero que siempre ha caracterizado a la derecha española. Aznar cerró herméticamente el mapa autonómico jurando que no transferiría más competencias a las comunidades autónomas y que de lo que se trataba era de reforzar el Estado. CiU, que todavía había apoyado la segunda investidura de Aznar, se quedó descolocada, incluso con el multitudinario “No a la guerra” previo a la caída de Aznar.

La circunstancia era propicia para un cambio político en Catalunya. La candidatura de Artur Mas aún resistió en las elecciones catalanas de 2003 como primera fuerza parlamentaria, pero Esquerra Republicana tenía decidido desde el primer minuto descabalgar a CiU del poder para ocupar su espacio. El argumento era la reforma del Estatut. Artur Mas, como líder de la oposición y consciente de que sus votos eran imprescindibles para aprobar cualquier reforma, dobló la apuesta: nada de reforma, un nuevo estatuto. El nuevo líder convergente no podía permitir que lo adelantaran en la reivindicación nacional y, además, seguramente necesitaba “matar al padre”. Todos querían ser “más que Pujol”, pero Pujol advirtió enseguida que la España del siglo XXI ya no era como la de la Transición, que había una ofensiva nacionalista española y que, al plantear un nuevo estatuto, Catalunya corría el riesgo de “marcarse un autogol”. Como así fue. El Estatut de 1980 dejaba todo bastante abierto, a merced de las negociaciones políticas según la correlación de fuerzas. El nuevo estatuto, que pretendía “blindar” tantas competencias autonómicas, acabó blindando las competencias del Estado, negando incluso la existencia de competencias exclusivas catalanas.

Las cosas fueron como fueron porque, tal como previó Pujol, el Estado se movilizó, digamos, en defensa propia, porque no estaba dispuesto a perder ni una migaja de su poder y, como siempre suele pasar, el Estado decidió que había que eliminar al referente más peligroso, que en aquel momento era el president Pasqual Maragall, como después lo haría con Pujol.

Maragall no planteaba la independencia de Catalunya, pero entonces era la referencia progresista del catalanismo político. También aspiraba al máximo autogobierno para Catalunya y no entendía por qué sus propios correligionarios —de Madrid y de la sucursal del Baix Llobregat— le imponían límites que consideraba absurdos. El diario El País, que había hecho campaña encarnizada a favor de la candidatura de Maragall, fijó la posición oficial con un editorial titulado “Un cadáver político en la Generalitat”. Los mismos columnistas que lo habían apoyado como alcalde y como alternativa a Pujol, tanto en El País como en La Vanguardia, se sumaron al acoso y derribo” tan español hasta hacerlo caer. Y los periodistas que destapaban el engaño del Gobierno de Zapatero recibieron amenazas incluso desde la propia Generalitat a cargo de un energúmeno cuyo nombre no quiero acordarme.

En aquel momento, el PSC pasó de ser un partido comprometido con la reconstrucción nacional de Catalunya a convertirse en motor principal de la españolización, tarea que, con toda la sutileza de la que es capaz, ya no ha abandonado. Los Maragall, los Nadal, los Dalmau, y todo lo que representaban, fueron expulsados, y desde entonces la estrategia socialista ha sido recuperar el espacio que, en un corto periodo, le había arrebatado Ciudadanos.

Ese fue el primer gran cisma del catalanismo político y el cambio paradigmático del mapa político catalán. Aun así, el Estatut se aprobó de mala manera. Joan Carretero lideró la rebelión de las bases republicanas contra un estatuto raquítico, forzando a Carod-Rovira a desmarcarse, pero la propuesta rebajada del Estatut, pactada por Zapatero y Artur Mas, fue aprobada porque, mientras los dirigentes de ERC regresaban a Barcelona, el senador republicano Carles Bonet se quedó para impedir con su voto que el texto fuera rechazado en la Cámara Alta, con lo que también evitaba volver al Estatut de 1980.

Los catalanes aprobaron el Estatut de mala gana, solo para evitar la victoria del Partido Popular, que había recogido firmas contra Catalunya. Aun así, se habían cumplido todas las previsiones constitucionales que otorgaban a la voluntad expresada por los catalanes en referéndum la última palabra sobre su estatuto. De hecho, todos tenían claro que no se podía socavar lo que los ciudadanos habían votado. Antes de la sentencia del Estatut, los diarios catalanes publicaron un editorial conjunto titulado “La dignidad de Catalunya”. Pero el Estado estaba decidido a romper definitivamente el pacto constitucional del 78 arrogándose el derecho a revocar, mediante un Tribunal caducado y un procedimiento plagado de irregularidades, el principal fundamento de la democracia: la voluntad de los ciudadanos democráticamente expresada.

Los catalanes no estaban satisfechos con el nuevo estatuto, pero respondieron multitudinariamente en defensa de su derecho a decidir, y lo hicieron con tanta contundencia que los líderes políticos catalanes no tuvieron más remedio que ponerse al frente de unas manifestaciones que ellos no habían convocado. La reivindicación del derecho a decidir generó un amplio consenso en la sociedad catalana y los medios internacionales cubrieron con cierta simpatía las movilizaciones catalanas… hasta que se decidió pasar del derecho a decidir a la independencia. El derecho a votar lo entendía todo el mundo: era un derecho democrático y constitucional. Incluso Donald Trump dijo a Mariano Rajoy en la Casa Blanca que, si no dejaba votar a los catalanes, habría mucha protesta. La independencia, en cambio, era una opción política solo de algunos, tan legítima como cualquier otra, pero que no despertaba la misma simpatía dentro y fuera de Catalunya.

El día que Rajoy visitó la Casa Blanca, los funcionarios de la Moncloa censuraron algunas de las preguntas que los periodistas españoles habían pactado. Por la tarde, la portavoz del Departamento de Estado expresó su apoyo a una España unida, pero se negó a condenar el referéndum como pretendía Rajoy. Un periodista local preguntó primero por el referéndum del Kurdistán iraquí y la portavoz expresó el rechazo de Estados Unidos a esa consulta. A continuación, el mismo periodista preguntó si también rechazaba el referéndum catalán. La portavoz dijo: “No. Es diferente”.

Por aquella época, políticos españoles y catalanes solían circular por Washington y los periodistas españoles preguntaban sobre el referéndum. María Dolores de Cospedal, entonces ministra de Defensa, dejó claro, refiriéndose a Catalunya, que el Ejército estaba preparado para actuar en cualquier circunstancia. Albert Rivera, que entonces aún lideraba Ciudadanos y apoyaba al Gobierno minoritario de Rajoy, dio una conferencia en la Universidad de Georgetown y después, en un aparte con los periodistas españoles, dijo que el Gobierno de Rajoy estaba decidido a actuar judicialmente contra el patrimonio no solo de los políticos, sino también de los funcionarios catalanes que contribuyeran de alguna forma a la celebración del referéndum. Después añadió que, según su información, el ejecutivo español no descartaba que Oriol Junqueras y ERC se descolgaran de la operación en el último minuto. Unas semanas después, el president Puigdemont, también en Washington, pidió a los periodistas catalanes que no hicieran caso de las intoxicaciones españolas y que él y Junqueras estaban absolutamente unidos y comprometidos con el referéndum. “No fallará nadie”, dijo. Parece que posteriormente lo ha explicado de otro modo. Cuando los líderes del procés fueron encarcelados, la vicepresidenta española Soraya Sáenz de Santamaría declaró: “Junqueras me engañó”.

Unos años antes, el proceso participativo del 9 de noviembre de 2014 había resultado un éxito clamoroso que levantó todas las alarmas. En el Estado y en Catalunya. Los tribunales y la Guardia Civil se pusieron a trabajar intensamente en la represión, y en Catalunya, el abrazo de Artur Mas con el líder de la CUP, David Fernández, provocó todas las suspicacias, especialmente en ERC. A partir de entonces, la política catalana derivó en una batalla permanente entre partidos y dentro de los propios partidos, que competían en una especie de subasta soberanista para ver quién era más capaz de capitalizar electoralmente la insatisfacción catalana en plena crisis económica y con un Gobierno del Partido Popular —y también la Corona— absolutamente entregados a sacar provecho del conflicto, organizando todos los poderes del Estado y sus cloacas para someter a los catalanes y tapar con la bandera española sus múltiples casos de corrupción.

Los ciudadanos catalanes incorporados a la causa exigían unidad, pero Esquerra Republicana y la CUP se negaron de entrada a formar una candidatura con los convergentes, sumidos también en el desbarajuste interno que más adelante daría lugar al PDeCAT, de escasa trayectoria. Òmnium y la Assemblea Nacional Catalana intervinieron hasta forzar a Oriol Junqueras a que ERC, con pocas ganas, se incorporara a la candidatura de Junts pel Sí. No lo hizo la CUP, que, siendo necesaria para alcanzar mayoría independentista, primero presumió de enviar a Artur Mas “a la papelera de la historia”. Una vez elegido president Carles Puigdemont, los cupaires le hicieron la vida imposible tanto como pudieron, con moción de confianza incluida, hasta obligar a Puigdemont a convocar el referéndum. Después, en plena represión, también tumbaron la investidura de Jordi Turull el día antes de que fuera encarcelado. Con las informaciones posteriores se ha sabido que el Estado se había infiltrado en las organizaciones independentistas, muy especialmente en las más radicales.

La coalición de Junts pel Sí nunca funcionó como Govern; los partidos eran compartimentos estancos y las relaciones internas siempre fueron conflictivas. El desorden hacía imposible organizar el referéndum, así que se encargó a un “estado mayor” que confió una vez más en la sociedad civil para conseguir las urnas y el resto de preparativos, lo que también provocó crisis en el ejecutivo y desbandada de consellers.

El referéndum fue un éxito emocionante que quienes lo vivieron no olvidarán jamás

El referéndum fue un éxito emocionante que quienes lo vivieron no olvidarán jamás, pero, como ha explicado la consellera Clara Ponsatí, superó las expectativas de sus propios promotores. De hecho, pese a las proclamas independentistas, los políticos catalanes reconocían en privado que el objetivo era forzar una negociación para mejorar el autogobierno.

Los que impulsaron el referéndum no sabían qué hacer. Incluso se asustaron con lo que habían hecho y después se asustaron con la represión. Azuzaron una revolución y la gente les creyó, pero acabaron recaudando dinero para pagar las multas. La estrategia de defensa de los represaliados buscaba una sentencia suave, como quien espera la buena voluntad del déspota. Y lo hicieron en castellano. Pero el déspota nunca tiene buena voluntad. El resultado de todo ello es suficientemente conocido. Los mismos que apoyaron la destitución de un gobierno legítimo y la cancelación del autogobierno de Catalunya se han instalado en el Govern de la Generalitat con apoyo independentista como si nada hubiera pasado, procurando además que una fuerza xenófoba y antidemocrática acabe el trabajo de aniquilar el ideal histórico del catalanismo.