“Esos sí que dicen lo que nadie se atreve a decir”… o bien lo que nadie decía, por alguna razón. Quizá porque no acaban de estar de acuerdo, o porque no les gusta el enfoque, ni el tono, ni la deriva. De hecho, el inmenso problema que conlleva la descomunal ola migratoria de los últimos años está en boca de todos. Y es que todo el mundo “se atreve” a hablar de ello: los cuñados, pero también los hermanos y las suegras, porque evidentemente lo condiciona todo: desde los salarios estancados hasta el precio desorbitado de la vivienda, pasando por el modelo económico en general y el choque cultural en particular. Y, aun así, “atreverse a decir” determinadas cosas a muchos ni se nos pasaría por la cabeza. Ese tono perdonavidas y trumpista que se ha puesto de moda, con frecuentes invitaciones al odio a precio de saldo, o con supuestas soluciones de línea dura y verbo grueso, no es precisamente lo que a algunos se nos ocurriría. Hablar de “lo que todos piensan y nadie dice” es, como mínimo, una manera muy atrevida de meterse en la supuesta mentalidad de la gente. O en su voluntad.
Cuando la gente no habla de una determinada manera, no siempre es porque esté reprimida o controlada o acomplejada, o inmersa en un inexistente juego del tabú: a veces es porque, como personas adultas y responsables, aspiran a respuestas más complejas, prudentes o constructivas que las que un determinado tono puede garantizar. De hecho, el procés nos mostró como reprimir (o autorreprimir, o silenciar) las preocupaciones por un tema grande y evidente, como era (es) la necesidad de la independencia, acaba resultando imposible: no pudo detenerlo Pujol en su última etapa, ni lo detuvieron Maragall ni Montilla, y, finalmente, Mas aprendió que tenía que mojarse e intentar surfear la ola. Cuando existe una preocupación o un estado de opinión verdaderamente fuertes, o ha llegado su momento, no hay tabú que valga. No se preocupen, pues: la gente sabe muy bien lo que piensa, y cuándo. Y piensa a veces con radicalidad, y a veces con peros y con dudas. A pesar de la moda infantilizadora de estos días, todos sabemos que en general no hay posturas verdaderamente blancas o negras en el tema de Israel y Palestina. O en el del cambio horario, tan artificialmente introducido ahora por Pedro Sánchez. Marcar la agenda es un talento, sin duda, y cuando se consigue también es por alguna razón. Pero a veces la propaganda bien hecha logra que de repente parezca que alguien, por fin, “habla claro”… cuando, en realidad, lo que hace es decir su propia claridad. No necesariamente la mía, ni la nuestra.
Les confieso que, personalmente, tengo claras un par de cosas: el respeto a los derechos fundamentales y la independencia de Catalunya. Del resto tengo dudas frecuentes, tanto en el fondo (derechas, izquierdas, etcétera) como sobre todo en la forma (usar la palabra como espada o como navaja). Supongo que por eso me irrita bastante que el tema de discusión haya derivado de la autodeterminación hacia otros debates para mí más confusos, llenos de matices, de excesos y de trampas. Incluso ante la (innegable) necesidad de caras y mensajes nuevos en este país, tan decepcionado y tan escéptico, prefiero escucharlos todos con atención crítica. Casi para no caer en una tristeza o decepción mayores, o para evitar salir del fuego para caer en las brasas: una persona o una colectividad deprimida puede salir del pozo reforzada, o bien optar por caminos suicidas. Se agradece la novedad, por supuesto. Pero, puesto que es nueva, veamos qué dice.
Cuando existe una preocupación o un estado de opinión verdaderamente fuertes, o ha llegado su momento, no hay tabú que valga
Que quede claro: yo estoy a favor de la disrupción. A priori, no estoy a favor de la censura, ni de los cordones sanitarios, sin antes haber escuchado y haber entrado en el debate. A pecho descubierto, si hace falta. El referéndum era un debate binario, si se quiere, pero era un debate rico y valiente, que afrontaba un problema de cara con una herramienta útil y civilizada. Por tanto, me gusta que haya voces distintas, extrañas, originales y atrevidas, incluso equivocadas, porque con la llamada corrección política se oxidan la imaginación y la osadía: ya se sabe, los locos abren el camino necesario para que los sabios puedan caminarlo después. Pero, una vez escuchados todos, no es aferrarse a la “corrección política” seguir creyendo en los discursos tolerantes, ambiciosos, constructivos y basados en los derechos fundamentales. A mí me gusta, sí, revolver entre nuestros referentes medievales y nuestros orígenes identitarios, porque las esencias tienen como gran virtud que son del todo esenciales. Lo que pasa es que también me gusta mirar de vez en cuando la Revolución Francesa y las declaraciones y tratados de las Naciones Unidas, por aquello de vivir en mi tiempo y no en el de las cruzadas. Con todo eso puedo hacerme una idea de mis límites, de las cosas que se pueden perfeccionar, de lo que realmente va mal, de los mensajes que pueden aportar un progreso real y de los que solo avivan la agresividad ambiental (con o sin imágenes generadas por IA).
Estamos en un momento de emergencia nacional, de eso estoy seguro: y estoy seguro de que eso invita a gritar, y por eso no suelo criticar a los que gritan, pero también invita a calcular bien los pasos. Sé que, cuando esté diciendo algo demasiado cercano al tono abusón y bully de Trump o de Milei, empezaré a creer que voy por mal camino. Que cuando mi tono se parezca demasiado al de la rabieta, al nihilismo, a la difamación, a la arrogancia o a la desesperación, más que disruptivo o valiente, seré un perfecto imbécil. Lo mismo vale, pues, para el movimiento al que pertenezco. Adelantándome a quienes creen saber lo que pienso (y que supuestamente no me atrevo a decir), yo también espero haber hablado lo bastante “claro”.