“Quieto todo el mundo”… Sí, es verdad, no se ha dicho, pero el eco de algunas resoluciones judiciales tiene los mismos efectos que esa ya tristemente famosa frase de Tejero. Con ella, pistola en mano, se pretendió alterar, una vez más, el curso político de una incipiente democracia y, ahora, vemos como, desde hace ya algunos años, en lugar de gritar, en lugar de blandir pistolas y mover tanques, lo único que se necesita, para conseguir igual fin, es dictar resoluciones que, además, cuentan con una supuesta pátina de legitimidad.

Podrá parecer que este planteamiento es duro, que el símil es inapropiado o, incluso, exagerado; sin embargo, si somos capaces de hacer un análisis intelectualmente riguroso y honesto, comprobaremos que no ando desencaminado si digo que la gran diferencia entre antes y ahora está en las formas, pero no en el fondo.

Hoy sería del todo inaceptable, y estéticamente inasumible, entrar a lo Tejero en el Congreso para forzar la voluntad de los diputados y cambiar el rumbo político, por ejemplo, del Estado. Claro que lo sería, pero, también es cierto que ya se han desarrollado nuevas formas para conseguir iguales resultados y que es eso lo que llevamos años viendo y denunciando… clamando en el desierto, incluso a riesgo de ser tratado como un perro verde o un iluminado.

La realidad, esa dura e inflexible compañera que siempre nos termina poniendo en el sitio que nos corresponde, va demostrando que no andábamos desencaminados cuando comenzamos a denunciar un problema inveterado y sistémico que impide calificar de plena una democracia de la que tanto se presume en y desde España.

Ya a finales de marzo comencé a avisar que, más temprano que tarde, el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, terminaría siendo imputado y su futuro quedaría en manos del Tribunal Supremo. También dije, a quienes me quisieron escuchar —que fueron muy pocos—, que no existía base para tal imputación, pero que, tal cual se ha comprobado a lo largo de los últimos años en Catalunya, la existencia o no de un fundamento fáctico para perseguir penalmente a alguien resulta del todo irrelevante cuando ese alguien se convierte en objetivo a derribar.

Sin olvidar que la utilización de estos métodos no es nueva, de eso saben mucho los vascos, la verdad es que la actual embestida comenzó con y se justificó en la defensa de la indisoluble unidad de la nación española, lo que degeneró en una abyecta represión al independentismo catalán.

Se avisó de que esto se volvería en contra de todos, pero la bandera, los intereses de todo tipo, el miedo a perder lo conseguido o, simplemente, la cobardía impidieron asumir que no era una exageración sino un buen análisis.

Algunos hemos insistido una y otra vez en que era intolerable lo que se estaba haciendo con los independentistas catalanes, que no se sustentaba en derecho y que, más pronto que tarde, se terminarían arrepintiendo de tanto silencio, que llegó a convertirse, en algunos casos, en auténtica complicidad.

Ahora, cuando los cañones togados se han vuelto y dirigido contra el gobierno central es cuando muchos comienzan a darse cuenta de que ni estábamos atacando a España ni a los españoles, simplemente intentábamos avisar de algo que se estaba gestando y que traería consecuencias para todos.

Nos enfrentamos a un problema tanto o más grave que el sublevamiento de unas cuantas unidades militares. Es más grave porque es más profundo, pero, sobre todo, porque a los tanques, que hacen mucho ruido, se les ve venir de lejos… lo que está sucediendo ni hace ruido ni se aprecia a simple vista

A riesgo de resultar reiterativo, es evidente que no existe un poder judicial, entendido como altas instancias jurisdiccionales, políticamente dependiente sino uno políticamente comprometido y, sin duda, ello es incompatible con un estado democrático y de derecho. Ningún poder, en ningún estado, puede estar por encima de los otros y, mucho menos, terminar siendo incuestionable e irresponsable, en el sentido de que no se le pueda exigir responsabilidad alguna por sus actos.

El fallo sistémico proviene de una Transición inacabada y de que, poco a poco, se ha ido cediendo terreno, asumiendo mantras y aceptando situaciones que, aisladamente analizadas, impiden ver la realidad y envergadura del problema.

No se trata del caso Iglesias, ni del caso Torra, ni del caso Borràs, ni del caso Puigdemont, ni de tantos otros… Seguir viéndolo como si de casos concretos se tratase es, de una parte, entrar en la dialéctica perversa de quienes quieren que así lo percibamos y, de otra, no querer ver el auténtico problema.

Aquí ni va de casos ni va de delitos, al menos no de los que se usan para criminalizar a los enemigos, sino de la imposición de una agenda política a través del uso de los instrumentos jurídicos que los ciudadanos hemos puesto en manos de unos pocos sin, al mismo tiempo, dotarnos de un efectivo contrapoder que permita controlar y limitar el poder otorgado a esos pocos. Este, y no otro, es el fallo sistémico.

Seguramente nos hemos quedado cortos cuando decimos que fue un error “judicializar la política”, el auténtico error consistió en no darnos cuenta de que elevamos a las alturas a quienes, amparados en negras vestimentas y presumiendo de una inexistente imparcialidad, tenían y tienen una agenda política incompatible con cualquier sistema democrático.

Si somos capaces de hacer un análisis intelectualmente honesto, sólido, valiente y, probablemente, descarnado, comprobaremos que nos enfrentamos a un problema tanto o más grave que el sublevamiento de unas cuantas unidades militares. Es más grave porque es más profundo, pero, sobre todo, porque a los tanques, que hacen mucho ruido, se les ve venir de lejos… lo que está sucediendo ni hace ruido ni se aprecia a simple vista.

Resulta urgente entender, y asumir, que un poder judicial políticamente motivado, omnímodo, inescrutable e incuestionable, sin pesos ni contrapesos, no es compatible con ningún sistema democrático y, a partir de ahí, habrán de buscarse los mecanismos y soluciones que permitan no ya reconducir la situación sino establecer las bases sobre las cuales, después de un proceso de refundación, surja un poder judicial democratizado, equilibrado y acorde con la realidad en la que ha de operar.

Mientras sigamos creyendo que el problema es del otro, que nos pillaba o nos pilla lejos, y mientras sigamos centrándonos en lo anecdótico, hablando de casos concretos, no seremos capaces de dar la respuesta adecuada a un problema sistémico que cada día se hace más evidente y vergonzante.

Que unos hayan mirado para otro lado cuando se reprimía a los catalanes no autoriza a que ahora, desde Catalunya, se mire para otro lado. Por muy distintas que sean las realidades nacionales, se trata de un problema compartido y no hay tiempo para reproches.

En cualquier caso, diferencias aparte, no nos despistemos, que ahora no haya disparos ni tanques en las calles no significa que no esté pasando, simplemente que son más sutiles, lo que nos obliga a agudizar el oído y prestar algo más de atención si queremos realmente escuchar el “¡quieto todo el mundo!”.