Ahora que, en principio, hemos iniciado ya el proceso de desescalada sanitaria, no debemos descuidarnos de aquel otro proceso que desde hace ya demasiado tiempo se viene viviendo y que más que desescalar estaba confinado: el de estigmatizar al enemigo, que nada tiene que ver con la crítica al contrario o la confrontación con el rival. Estos meses de encierro nos han podido hacer perder la panorámica de lo que hay y de lo que viene y a algunos les ha hecho perder hasta la vergüenza.

En materia de lawfare, esa cuyo aliento cada vez sienten más cerca los miembros del actual gobierno español y que en Catalunya y País Vasco se conoce desde hace demasiado tiempo, hay una serie de peculiaridades, todas muy claras, y que algunos o no son capaces de detectar o, simplemente, prefieren omitir por mezquindades que en nada ayudan al proyecto que dicen defender.

Cuando comenzó la persecución del independentismo, los aprendices de justicieros acudieron a una fórmula que, con el paso del tiempo y la llegada de las sucesivas derrotas, les enseñó que era equivocada, al menos lo era desde la perspectiva de lo que es el manual de lawfare. La idea inicial, muy peregrina o provinciana, consistió en definir unos hechos perfectamente democráticos como si de una rebelión se tratase, subsidiariamente los disfrazaron de sedición, pero tan absurda idea no resistió ni resistirá el filtro europeo.

Aprendida la lección a golpe de reveses judiciales y políticos, se pusieron a revisar el manual de lawfare y descubrieron que en Latinoamérica hacía ya tiempo que habían establecido unos criterios, un modus operandi, que, al menos en apariencia y, de entrada, sí daba el pego y permitía, de una parte, perseguir a los enemigos y, de otra, hacer dudar a propios y extraños. Se pasó de la rebelión y la sedición a tipos penales menos alambicados, pero más eficaces, también más sucios, por lo que si con dichas imputaciones no se conseguía la condena penal al menos se conseguía la condena moral y social: la muerte civil del enemigo.

En ese manual de lawfare la imputación estrella es la malversación y ello por razones muy simples: es lo que podríamos denominar un delito sucio, enloda cualquier reputación y permite cuestionar la honradez y catadura moral del enemigo y, de pasada, abre la puerta a otros tipos penales que, si bien no tienen el castigo de la rebelión, ni su significación política, sumados alcanzan similares penas e igual objetivo: criminalizar, que algo queda.

Se pasó de la rebelión y la sedición a tipos penales menos alambicados, pero más eficaces, también más sucios, por lo que si con dichas imputaciones no se conseguía la condena penal al menos se conseguía la condena moral y social: la muerte civil del enemigo

Ningún estado persigue a sus enemigos, a sus disidentes, reconociendo que se trata de una persecución política, eso nunca se ha visto a excepción de las más abyectas dictaduras, para las cuales las formas son irrelevantes. Lo que se suele hacer es vestir de “delincuencia común” conductas que, fríamente analizadas, nada tienen de criminal para, de esa forma, no solo enlodar reputaciones sino, si es posible, aniquilar al enemigo.

Ejemplos hay muchos, solo por citar algunos, quiero recordar los grandes titulares sobre las imputaciones al presidente Lula da Silva por “delito de corrupción”. Fueron años en que se cubrió de lodo su trayectoria, años los que pasó en prisión y años en los que, incluso, muchos de aquellos que se dicen de izquierdas llegaron a creer que Lula se “había desviado” y caído en las redes de la corrupción. Otro tanto ocurre con los expresidentes Humala, Correa y tantos exmandatarios latinoamericanos injustamente acusados de actos que repugnan a todos, pero, especialmente, a sus propios seguidores.

Al final, y después de un arduo trabajo de sus abogados y, también y especialmente, de periodistas honestos, se logró determinar que el corrupto no era Lula sino el propio juez Sergio Moro que le envió a prisión, quien con el concurso del poco escrupuloso fiscal Deltan Dallagnol, se las apañó para, en base a espurios y bien compensados testimonios de reconocidos y protegidos criminales, construir una causa en contra de Lula da Silva. Hoy ya sabemos la verdad y aquellos “camaradas” o “compañeros” que en su día dudaron de él vuelven a aclamarlo, negando, como Pedro, haber tenido duda alguna sobre la honorabilidad de Lula.

Aquí, ahora que se ha aprendido, se sigue el mismo manual, embarrando reputaciones porque sale gratis y, para ello, cuentan, entre otras cosas, con la connivencia de aquellos que desde un cacareado y falso purismo no son capaces de darse cuenta de que hacerles el juego es complicidad.

Dentro de ese manual de lawfare existen pautas que no solo incluyen la forma en que han de perseguirse, por “delitos sucios”, a los enemigos sino también a su entorno y, para recordarlo, nada mejor que las palabras de mi compañero Rafael Valim, uno de los principales abogados de Lula: “Me ponen a mí también en condición de 'investigado'. Y ahí, sin motivo me niegan la posibilidad de exigir el derecho de privacidad de mi teléfono. Todas mis conversaciones con el cliente y otras personas fueron violadas. Y también la policía federal invadió mi estudio para sacar documentos que podrían haber sido solicitados con una simple intimación”.

La forma, o los instrumentos legales con los que se implemente una estrategia de lawfare, no debería impedirnos ver que estamos ante ese tipo de situaciones. Bastará mirar y comprender que quienes ahora están hablando de malversación y otros delitos feos o sucios, antes hablaban de rebelión o sedición. Estamos ante un mismo escenario.

Luchar contra la corrupción es una obligación de todos, pero no me cabe duda de que la mayor de las corrupciones es el uso espurio de los instrumentos legales, y los resortes del estado, para perseguir y aniquilar a los enemigos

Mantener un doble rasero respecto a quienes implementan estas dinámicas ilegales, perfectamente definidas como lawfare, en función de a quién afecta no solo es una incoherencia y una deshonestidad, sino que, además, termina transformándose en una clara complicidad.

Lula fue encarcelado la primera vez por “desórdenes públicos” —básicamente un sedicioso— y estuvo 3 años en prisión. Décadas más tarde, y como esos delitos ya no les servían, le enfangaron, acusaron, encarcelaron y condenaron por corrupción y, al final, todo no fue más que un montaje, un acto de lawfare, pero nadie le reparará por el daño causado. Quizás, el mayor de los dolores infligidos sea el cómo se comportaron aquellos compañeros de viaje que dudaron de él pero que se transformaron en cómplices.

Aquí como allá en Brasil, Ecuador, Perú y tantos otros sitios, las técnicas son las mismas y de lo sucedido deberíamos aprender, no mirar para otro lado y, mucho menos, legitimar lo ilegítimo. Luchar contra la corrupción es una obligación de todos, pero no me cabe duda de que la mayor de las corrupciones es el uso espurio de los instrumentos legales, y los resortes del estado, para perseguir y aniquilar a los enemigos. Frente a eso no cabe la equidistancia ni el pseudopurismo que, en el fondo, son complicidad.

En el fondo, y para que no nos pase como en Lava Jato, lo importante termina siendo sencillo: hay que saber a qué lado se está, si con las víctimas o con los verdugos, porque Lula podemos ser todos.