En un mundo ideal, nada de lo que ha venido ocurriendo en los últimos cuatro años habría pasado. Me atrevo a decir que, en un marco democrático, de esos que no necesiten calificativos, tampoco se habrían dado las condiciones para que existiese un proceso como el que se está viviendo en Catalunya. Pensar, como hacen muchos, que este tipo de situaciones se resuelven solas y que de un día para otro se han solucionado los conflictos es de una ingenuidad rayana en lo delirante.

La reciente actuación de la delegada instructora del Tribunal de Cuentas, que en los estertores de su caducado mandato se permite decretar, sin amparo legal alguno, la ilegalidad no ya de unos avales sino de un decreto de la Generalitat, es una muestra más, solo un ejemplo, de que nada se ha solucionado y que nada ha cambiado, solo que, algunos y basados en intereses poco claros, pretenden trasladarnos a una realidad paralela en la cual todo es bueno, todo es agradable y todo parece como si fuese democrático.

Pero si solo se tratase del Tribunal de Cuentas, el problema se podría encapsular y buscar una solución concreta al mismo. La realidad no es esa y ahí seguimos más de tres mil represaliados, a los que, poco a poco y sin ningún miramiento, se nos irá llevando al cadalso ante las muestras de sorpresa de quienes pretenden pasar página de un conflicto y una realidad irresueltos.

Un problema de estas características, y mientras no sea resuelto, suele tener unos biorritmos que permiten incluso llegar a dudar de su propia existencia.

El mantra, el relato, lo que ahora vende, mediáticamente hablando, es hacer creer que el problema catalán, que en realidad es, más bien, el español, va camino de su resolución, pero el mismo no se resolverá mientras no se asuma la etiología de este.

Sin un análisis cabal de las causas del conflicto, difícilmente se encontrará una respuesta satisfactoria para todas las partes y más cuando se trata de un problema poliédrico y este hunde sus raíces en una auténtica falta de calidad democrática, por lo que será muy complejo solucionarlo.

Los espectáculos que estamos viendo son un fiel reflejo de una situación que dista mucho de caminar hacia una solución, sobre todo cuando no se quiere asumir que son disfunciones sistémicas

En una democracia que no necesite de adjetivos calificativos para definirse, nada de todo lo que sucede sería posible y, por ende, parte esencial del problema generador del conflicto es, sin duda, una baja, escasa o nula calidad democrática.

Los espectáculos que estamos viendo, y que cuesta mucho explicar más allá de los Pirineos, son un fiel reflejo de una situación que dista mucho de caminar hacia una solución, sobre todo cuando no se quiere asumir que son disfunciones sistémicas.

La falta de entendimiento y reacción a todo esto genera la sensación de que nos han inoculado algún tipo de vacuna para no sentir ni padecer, para ser capaces de asumir como normal todo aquello que no lo es. Ejemplos hay muchos, pero la base está en los fallos sistémicos que es de donde surgen todos, pero pondré algunos.

Un poder judicial o unas altas instancias jurisdiccionales que siguen jugando un papel político que en democracia no les corresponde y que se permiten controlar la política por vía de sus resoluciones es, sin duda, un poder, pero no judicial.

Para saber hacia dónde vamos, que es lo que los ciudadanos necesitamos, muchas veces hay que estar más pendientes de las resoluciones judiciales que de las decisiones políticas. Esto no es normal.

Un poder mediático que va contándonos, como quien quita páginas al calendario, historias para no dormir sobre cómo funcionan determinados subpoderes del Estado, pero que no es capaz de profundizar tanto en las causas como en los responsables de dichas historias, es un poder, pero no aquel llamado a garantizarnos el derecho a una información veraz.

Todos los días desayunamos con nuevos casos, nuevas historias, pero nunca con los casos y las historias completas y, de esa forma, se nos termina adormilando frente a hechos que tienen una gravedad tal que se hacen incompatibles con un estado democrático y de derecho.

La escasa o nula cultura democrática, la falta de una estructura democrática del Estado y la preeminencia de determinados poderes por sobre otros impiden ver que el problema catalán no es el de los catalanes

Un poder político cautivo de su pasado, rehén de lo inmediato, es y será siempre incapaz de pensar en el mañana y de asumir compromisos que, si bien pueden tener un costo político en lo inmediato, tendrán un beneficio a medio y largo plazo al que no vale la pena renunciar.

Seguramente, cuando los historiadores vuelvan la vista sobre el periodo que estamos viviendo, puedan dar una mejor perspectiva de lo que sucedió en esta época, pero estoy convencido de que terminarán proponiendo, como causa generadora del conflicto e impeditiva de su solución, la escasa o nula cultura democrática, la falta de una estructura democrática del Estado y la preeminencia de determinados poderes por sobre otros que impiden ver que el problema catalán no es el de los catalanes.

El problema es sistémico y hoy se evidencia a partir de las legítimas reivindicaciones del pueblo catalán, pero mañana lo hará a partir de otros planteamientos, y mientras no se asuma la etiología de la descomposición, mal iremos de cara a ponerle el remedio adecuado.

Ningún estado puede pretender ser calificado de democrático cuando tiene más de 3.000 represaliados, cuando se persigue a los disidentes por cielo, mar y tierra, cuando una parte importante de la población no quiere formar parte de este o cuando unas determinadas estructuras de poder son inescrutables y, en la práctica, auténticamente inviolables.

Sí, el Rey es inviolable, pero día a día vamos desayunando con sus impunes pillajes y vamos conociendo cómo ha funcionado una jefatura del Estado que nos presentaban como ejemplar y salvadora de la patria. En cambio, mientras todo eso sucede, existe una absoluta opacidad, una auténtica inviolabilidad, respecto a otros poderes del Estado que han hecho tanto o más daño que una real corrupción o un voraz apetito sexual.

Por todo esto, y mucho más, pensar que el conflicto entre Catalunya y el Estado se resolverá hablando, que no es negociar, o que se difuminará producto del supuesto cansancio del independentismo, es tanto como no entender cuál es el problema real, del cual el legítimo deseo de independencia no es más que uno de los múltiples síntomas de un problema mucho más agudo y grave.

En definitiva, y mientras se siga reprimiendo a quienes somos presentados como responsables del problema, en lugar de resolverlo, España no tendrá solución… porque la culpa no es de los catalanes.