El 12 de octubre es una fecha que en Catalunya pasa casi desapercibida. No hay celebraciones ni apenas rechazo activo: simplemente, indiferencia. Por eso sorprende ver a un president de la Generalitat en Madrid. Hacía catorce años que ninguno asistía; el último fue José Montilla, también del PSC. La distancia no es casual. La Fiesta de la Hispanidad no forma parte del imaginario catalán. No hay raíces emocionales ni sentimiento de identidad compartida. Es una celebración ajena, nacida de una mirada colonial y consolidada durante el franquismo como exaltación de la España “una, grande y libre”.

En España, la cuestión nacional sigue siendo una herida abierta. Es un Estado, pero no una nación. La nación que hay detrás de todo esto es Castilla, y el resto de territorios forman parte por adhesión administrativa. Ese es su problema estructural. No todos los Estados son naciones ni todas las naciones tienen Estado. Bélgica, por ejemplo, es un Estado con varias naciones. Estados Unidos es una nación formada por Estados. España, en cambio, es un Estado que quiere ser nación, pero no lo es. Y lo suple con símbolos vacíos. A falta de un relato compartido, España solo puede ofrecer símbolos de orden y sumisión: el ejército, el rey y la cabra de la Legión. El desfile del 12 de octubre es exactamente eso: una representación de poder y jerarquía. Una escenografía de dominio, no de convivencia.

El día en que el país sufría, el president que prometió “más gestión y menos bandera” estaba jurando bandera; no cualquiera, sino la española

Por eso sorprende —o no— que Salvador Illa haya asistido. Históricamente, ni el lehendakari ni el president acostumbran a hacerlo. Ir allí es realizar un gesto de subordinación simbólica. Una genuflexión ante un relato que no es el nuestro. En el PSC lo saben perfectamente. Y por eso, cuando vieron la coincidencia del desfile con las inundaciones que afectaban especialmente a las Terres de l’Ebre, se apresuraron a decir que el president “estaba conectado”. Tanto insistieron los medios en subrayarlo que el mensaje acabó siendo el contrario: el president Illa no estaba.

Qué ironía. El día en que el país sufría, el president que prometió “más gestión y menos bandera” estaba jurando bandera. No cualquiera, sino la española. Y no en un acto institucional, sino en un desfile militar, con el rey y la cabra. El simbolismo es demoledor. Illa quiso parecer un hombre de Estado y acabó mostrándose como un hombre de obediencia. Perdió la oportunidad de ser un president catalán responsable para convertirse en un soldado disciplinado de la hispanidad. La gestión, aquel valor que debía distinguirlo, desapareció entre himnos y uniformes. Y lo que queda es la imagen de un president que, en el momento de elegir entre servir al país o jurar bandera, eligió la bandera. Concretamente, la española. Con el rey y la cabra.