El dictamen de la Fiscalía del Tribunal Constitucional en relación con las medidas cautelares que solicitamos para el president Puigdemont y Toni Comín constituye, más que una respuesta jurídica, una declaración de principios sobre cómo no debe entenderse la función constitucional de un Ministerio Público ante el máximo intérprete de la Constitución. No se trata de una cuestión menor ni de un desacuerdo técnico: lo que está en juego es la comprensión misma del Derecho como instrumento de garantía frente al poder y no como técnica al servicio del formalismo o, mejor dicho, al servicio de quien depende la Fiscalía.
Resulta siempre inquietante comprobar cómo algunas instituciones, cuando se enfrentan a casos de especial trascendencia constitucional, se refugian en el argumento procesal como si fuera un escudo moral. La Fiscalía, en este caso, ha optado por esa estrategia: reducir un problema de evidente relevancia constitucional y europea a una lectura administrativa de la tutela cautelar. El resultado es una argumentación que parece más interesada en evitar un conflicto que en resolverlo, más preocupada por la forma que por la sustancia, más cómoda en el terreno del trámite que en el de la justicia.
El razonamiento del Ministerio Público podría resumirse, con cierta tristeza, en la idea de que los derechos fundamentales son importantes, pero solo en la medida en que no alteren la tranquilidad de los procedimientos ni la agenda política de quien dependen. Es decir, que la privación de libertad, el derecho de representación política o la libre circulación de un ciudadano europeo pueden sacrificarse si su preservación resulta incómoda para la rutina institucional. Esta concepción, tan prudente en apariencia, revela en realidad un profundo desapego hacia la función esencial de la justicia constitucional: impedir que los derechos se vacíen mientras el Estado se toma su tiempo.
El problema no radica en una simple discrepancia interpretativa. Lo que late en el fondo de la posición fiscal es una comprensión invertida del principio de efectividad: no se protege el derecho para hacerlo real, sino que se lo declara abstracto para que no moleste. De ese modo, la vía del amparo se transforma en un acto ceremonial, una especie de constatación tardía de que algo pudo haber salido mal, pero que, por fortuna, ya no tiene remedio. La eficacia del sistema se mide no por su capacidad de evitar injusticias, sino por su habilidad para administrarlas con decoro.
Este planteamiento olvida, quizá deliberadamente, que la función cautelar no es un adorno procesal, sino la condición de posibilidad de la justicia constitucional. Sin medidas cautelares eficaces, el amparo se convierte en un procedimiento académico, una pieza de reflexión jurídica sin consecuencias reales. No proteger cautelarmente es, en términos prácticos, negar la tutela efectiva. Y hacerlo en un caso donde confluyen los derechos de libertad, de participación política y de libre circulación supone trivializar tres pilares fundamentales del Estado de derecho contemporáneo.
La Fiscalía, en su dictamen, parece haber confundido la prudencia con la abdicación. Sostiene que el Tribunal Constitucional no debe alterar el curso de los procesos judiciales ordinarios, como si su tarea consistiera en observarlos desde la distancia, tomando nota para una eventual memoria anual. Pero esa interpretación ignora que la jurisdicción constitucional no existe para contemplar el Derecho, sino para corregirlo cuando se desvía de la Constitución. El Tribunal, si actúa como mero espectador de las vulneraciones que analiza, deja de ser garante de derechos para convertirse en cronista de su erosión o cómplice de esta.
Sorprende, además, la facilidad con la que la Fiscalía pasa por alto la dimensión europea del caso. Se diría que el Derecho de la Unión es para ella un conjunto de normas de cortesía, útiles para adornar un alegato, pero irrelevantes para decidirlo. En el contexto actual, pretender que un Estado miembro puede ejecutar una orden nacional de detención sin ponderar su compatibilidad con los derechos de ciudadanía europea equivale a sostener que el marco jurídico común es una mera sugerencia. Lo grave no es la ignorancia, sino la indiferencia con la que se la ejerce.
En esa línea, la Fiscalía logra la proeza de defender la Constitución en abstracto mientras renuncia a aplicarla en concreto. Reitera fórmulas sobre la tutela judicial efectiva, la igualdad ante la ley y la libertad personal, pero lo hace como quien cita versos en una ceremonia: por costumbre, no por convicción. Se diría que la Constitución, para ella, es un texto venerable que debe recitarse de memoria, pero que conviene mantener a salvo de la realidad.
El contraste con nuestra argumentación es, por ello, notable. Para nosotros, el Derecho se nos presenta como un organismo vivo, que se activa precisamente para evitar que el paso del tiempo convierta la justicia en un espejismo. Asumimos, con coherencia, que los derechos solo existen si pueden ejercerse, y que su protección requiere prevenir el daño antes de que sea irreversible. Esa concepción dinámica de la tutela constitucional —tan obvia como olvidada— debería ser el punto de partida de cualquier fiscal que entienda su oficio como servicio público y no como gestión de la inercia o acatamiento de las directrices recibidas.
El Derecho, cuando se enfrenta a la injusticia, no es neutral por definición: o la corrige o la perpetúa
Frente a ello, la Fiscalía responde con una especie de quietismo institucional: la idea de que intervenir sería arriesgado, y que la inacción, por el contrario, preserva la neutralidad. Pero esa neutralidad, en contextos como este, no es sino una forma de adhesión tácita al statu quo. El Derecho, cuando se enfrenta a la injusticia, no es neutral por definición: o la corrige o la perpetúa. Pretender que la pasividad es prudencia equivale a convertir la Constitución en un manual de protocolo.
Hay, además, una ironía profunda en la posición fiscal: al defender la intangibilidad del procedimiento, termina anticipando el fondo del asunto. Negar la suspensión cautelar implica asumir, de manera implícita, que el recurso de amparo carece de fundamento. Si la detención no se suspende, es porque se da por válida; y si se da por válida antes de enjuiciarla, el Tribunal se priva de juzgarla con libertad. Lo que se presenta como cautela procesal es, en realidad, una decisión material disfrazada de formalismo.
Resulta inevitable recordar que el sentido del Derecho constitucional no es confirmar la corrección del poder, sino ponerle límites. Cuando el Ministerio Público defiende la continuidad del proceso sin examinar su compatibilidad con los derechos fundamentales, no actúa como garante del sistema, sino como su correa de transmisión de aquellos de los que depende. La justicia constitucional no se ejerce repitiendo los argumentos del poder, sino contrastándolos con los principios que lo legitiman.
A lo largo de su escrito, la Fiscalía confunde con admirable incoherencia los conceptos de legalidad y justicia. Defiende que la orden de detención es legal, y con eso da por resuelto el problema. Pero la legalidad, en una democracia constitucional, no es un fin en sí misma: es una condición sujeta a los límites que imponen los derechos fundamentales. Cuando la Constitución proclama la libertad y la representación política como valores superiores, está diciendo que ninguna norma puede aplicarse si destruye su contenido esencial. La Fiscalía, en cambio, parece entender que los derechos existen mientras no contradigan la orden judicial que los limita.
Esa inversión lógica —tan sutil como devastadora— convierte al Derecho en un ejercicio de obediencia. Y lo hace, paradójicamente, en nombre de la seguridad jurídica. Pero no hay seguridad posible en un sistema donde la ejecución de los actos del poder prevalece sobre la preservación de los derechos. La seguridad jurídica no se mide por la velocidad con que se cumplen las órdenes, sino por la solidez con que se respetan los límites.
La ironía final, quizá la más dolorosa, es que la Fiscalía del Tribunal Constitucional se presenta como defensora de la Constitución mientras ignora el espíritu que la anima. Habla en nombre de la estabilidad institucional —seguramente quiso decir estabilidad gubernamental—, pero olvida que la estabilidad no se garantiza negando el conflicto, sino resolviéndolo conforme a Derecho. Rechaza la medida cautelar con la serenidad de quien cree estar protegiendo al Tribunal de una decisión incómoda, cuando lo que realmente hace es proteger al poder de la Constitución.
El Derecho no teme las decisiones valientes; teme, más bien, las decisiones cómodas. Las que confunden la serenidad con la indiferencia y el rigor con la parálisis. En este caso, la Fiscalía ha preferido ser previsible antes que ser coherente. Y, en su búsqueda de tranquilidad institucional, ha terminado ofreciendo una lección involuntaria de lo que ocurre cuando el Derecho se convierte en una técnica sin conciencia: que los derechos dejan de ser efectivos y la Constitución, sin ser derogada, deja de cumplirse.