Según una cita asignada a Hipócrates (circa 460-370 a.C.), "toda enfermedad empieza en el intestino". Aunque no se pueda saber a ciencia cierta si la cita es real, es igualmente cierto para muchas enfermedades humanas, tanto desórdenes metabólicos (diabetes, inflamación crónica...) como neurológicos y psiquiátricos (autismo, demencia, esquizofrenia...). Sin embargo, ¿cómo puede ser que el intestino sea tan relevante para enfermedades tan diversas? En general, cuando pensamos en nosotros mismos, sólo miramos la parte del cuerpo visible y no nos damos cuenta del cerca de 2 kilos de microorganismos, principalmente bacterias, que llamamos de forma genérica microbiota (en un artículo previo os expliqué qué es la microbiota y su relación con la respuesta a tratamientos oncológicos), que viven envolviendo nuestro cuerpo, sobre la piel, ocupando todas las cavidades y aberturas, incluyendo el tubo digestivo, desde la boca hasta el ano. De hecho, es cada vez más evidente que la desregulación de la microbiota afecta directamente a nuestro bienestar. Otro día hablaré de la relación entre la microbiota y las enfermedades metabólicas, pero hoy os quería hablar de la relación entre la microbiota de nuestro intestino y nuestro cerebro, lo que se ha denominado el eje microbiota-intestino-cerebro.

Vivimos en un mundo lleno de microbios. Como os expliqué, cuando nacemos, nuestros intestinos están vacíos de microbioma y es la interacción con nuestro ambiente —el parto vaginal, el amamantamiento con leche materna, el contacto con la piel de la madre, todo lo que tocamos con la mano y nos ponemos en la boca— la que hará que nuestro intestino se vaya llenando de diferentes microorganismos. Estos compañeros de viaje son muchos y muy diferentes, e irán cambiando a lo largo de los años. De hecho, dentro de los dos kilos de microorganismos de nuestro cuerpo, podemos encontrar genomas muy diversos, con un gran número de genes diferentes que codifican por funciones muy diversas. Dentro de nuestro intestino, los microorganismos encuentran productos que necesitan para crecer, y también liberan metabolitos que absorberemos. Hay algunos investigadores que creen que no podemos analizar sólo el genoma humano, sino que tendríamos que incluir los genomas de nuestros microorganismos, en un hologenoma. Estos investigadores consideran que cada humano sería un microecosistema en sí mismo y, un poco filosóficamente, nos consideran que no somos seres humanos, sino holobiontes humanos (nosotros más toda la microbiota).

La cognición, la sociabilidad, la irritabilidad, el miedo, la ansiedad, incluso el progreso más rápido de algunas condiciones psiquiátricas o trastornos como el autismo, se ven favorecidos o entorpecidos por la relación compleja que se establece entre determinados grupos de bacterias y nuestras células

Cada vez hay más evidencias, particularmente en animales modelo pero también en estudios con humanos, de la comunicación entre la microbiota del intestino, las células del epitelio intestinal y la subsiguiente respuesta neuronal. La cognición, la sociabilidad, la irritabilidad, el miedo, la ansiedad, incluso el progreso más rápido de algunas condiciones psiquiátricas, como la depresión o la demencia, o trastornos como el autismo, se ven favorecidos o entorpecidos por la relación compleja que se establece entre determinados grupos de bacterias y nuestras células, de aquí el nombre —verdad que sería un buen título para una película de ciencia-ficción— de psicobioma (el conjunto de bacterias y otros microorganismos que viven y comparten espacio dentro de nuestro cuerpo pero que tienen un efecto sobre nuestro sistema nervioso central y pueden alterar cómo nos sentimos, como pensamos y como actuamos). De manera muy gráfica, ya hay quien llama al intestino (¡evidentemente, con el microbioma!) el segundo cerebro.

Durante los últimos años los campos de la microbiología y fisiología han visto una revolución en este sentido. Por ejemplo, los ratones que nacen y crecen en un medio totalmente libre de microorganismos (germen-free environment) presentan un desarrollo diferente de algunas regiones del sistema nervioso, con zonas con más dendritas, otras con menos sinapsis, con mayor mielinización pero menor apoyo de glía. En ratones, también se ha comprobado que, dependiendo de las poblaciones de diferentes microorganismos intestinales, los animales se vuelven más sociables o más irritables y agresivos, y responden de manera muy diferente ante situaciones de estrés y ansiedad. Si cambiamos el excremento de un tipo de animal a otro, podemos reproducir este tipo de alteración ante el estrés. Por otra parte, se ha comprobado en humanos que el excremento de personas con diferentes tipos de trastornos psiquiátricos presenta poblaciones diferenciales de bacterias, es decir, con ciertos tipos de bacterias que no son tan frecuentes en personas no afectadas, y viceversa. ¿Quiere decir eso que las bacterias causan depresión? No, ciertamente, pero sí que podrían ser factores que ayuden a iniciar el desarrollo (trigger) de determinados comportamientos. Os adjunto una imagen muy reveladora, en la que se muestra la relación de interdependencia, en todas direcciones, entre factores externos (dieta, medicamentos) y factores genéticos (mayor o menor susceptibilidad a sufrir ciertos trastornos y enfermedades) sobre la microbiota y, como resultado, sobre el comportamiento, la cognición, la ansiedad o la respuesta al estrés.

gema|yema marfany (Imagen extraída de Cryan, et al. Physiol Rev 99: 1877–2013, 2019)

Podéis encontrar una noticia muy reciente sobre el psicobioma, en abierto, en Science esta semana, en la cual se nos presenta los avances de una empresa spin-off de los Estados Unidos, que en los últimos 5 años se ha dedicado a aislar y caracterizar las diferentes bacterias del excremento humano (de muchas personas diferentes) con el fin de aislar nuevos compuestos con potencial efecto psiquiátrico. Su idea no sería fabricar los compuestos en el laboratorio como medicamentos, sino proporcionar las bacterias directamente a las personas, como probióticos (o mejor dicho, psicobióticos), a fin de que las bacterias colonicen nuestro intestino y provoquen la respuesta deseada: sea ayudando a metabolizar componentes de la dieta o ciertos medicamentos neuromoduladores específicos, a fin de que puedan tener un efector protector o terapéutico; sea provocando una respuesta a nivel enteroendocrino o neuroendocrino (con producción de serotonina, dopamina, ácido gamma-amino butírico, y otros neurotransmisores y hormonas que afectarían al cerebro y al resto del cuerpo). Por ejemplo, la liberación de triptófano por parte de bacterias puede ser transformada metabólicamente por las células del cuerpo en serotonina (el neurotransmisor de la sensación de bienestar, también denominado el neurotransmisor de la felicidad), o en quinurenina (que genera nuevos metabolitos, tóxicos para las neuronas). Diferencias en el microbioma podrían determinar si gana una vía o la otra.

Hay investigadores que dicen que el excremento humano son las nuevas minas de oro de la medicina del futuro, y que dentro del campo de la biotecnología hay una verdadera fiebre del oro, con una competición encarnizada para identificar antes los microorganismos o la combinación de bacterias más adecuada para obtener determinados efectos psicobióticos. Pero hay que ir con cuidado, porque la investigación científica, particularmente, cuando hablamos de terapias en humanos, necesita evidencias firmes y con grupos grandes de personas. Todavía nos queda mucho por descubrir de este mundo tan fascinante de la sinergia entre microorganismos y nuestro cerebro que tienen como interfaz nuestro intestino.