La guerra que hay que ganar es la cultural. La política vendrá después, como siempre, tarde, mal, a remolque. Podemos hablar todo el día sobre el procés, sobre el autogobierno y sobre la independencia, y sobre las injusticias vividas después del 1-O: siempre, de fondo, la guerra cultural es la importante, la que hace que los parlamentos se muevan en un sentido o en otro. Habrán observado, en este sentido, la clamorosa falta de protagonismo del Parlament de Catalunya en los últimos años. No es casualidad: la política catalana ya no es el centro, porque una región sin conflicto o sin ambición no interesa ni a los de dentro ni a los de fuera. ¿Cuándo ha despertado un mínimo interés últimamente? Cuando se han producido los debates entre el president Illa y Sílvia Orriols, que es donde hay alguna conversación que no vaya solo sobre la aburridísima gestoría autonómica. Ya sé que esto es difícil en tiempos de diálogo, y de pactos en Madrid. Por eso el momento es interesante: los despachos han olvidado demasiado el pulso de la calle, y podrían perderlo del todo. La política está yendo demasiado por detrás de la actual guerra cultural. Del lamento social, del grito social. Del dolor y del resentimiento, tanto social como cultural (o, para hablar claro, identitario).

Por eso las quejas en las redes sobre lo que sucede en TV3 y en Catalunya Ràdio son esperanzadoras: hay alguien al otro lado. Los contenidos no van dirigidos a unos despachos de políticos o a gurús del marketing, sino a un pueblo. Y este pueblo traga, o bien traga con dificultades, o finalmente acaba no tragando. Que la guerra era y es cultural lo vieron enseguida los socialistas, que al aplicar el 155 lo primerísimo que hicieron fue cambiar el nombre del aeropuerto para asociarlo al régimen del 78. O bien interviniendo clamorosamente en los contenidos y entrevistados de los programas de entretenimiento, cada vez más claramente reclutados en la Fiesta de la Rosa de Gavà o en la famosa “ceja” de Zapatero. Todo eso intentan y todo eso han intentado, incluso con la argumentable legitimidad de los votos, pero todo eso también tiene un límite y la nación no es tan estúpida como para no verlo. Ellos creen que a través del aburrimiento olvidaremos, perdonaremos, nos conformaremos, contemporizaremos, pero han olvidado que el aburrimiento es una más que legítima causa de divorcio. No solo el maltrato: también el aburrimiento, la falta de sentido. Todo eso también crea desafección, y después enfado, y en la siguiente fase desesperación y, finalmente (si no se pone remedio), la búsqueda de soluciones radicales o amargas.

Quien sepa conectar mejor con nuestra versión más digna, la más atrevida y genuina, encabezará la guerra cultural y ganará la guerra política

No estamos desapareciendo nacionalmente, que nadie se alarme: el país puede aguantar esto y mucho más, aunque a veces pueda parecer lo contrario. El paisaje ha cambiado y el mundo gira a mucha velocidad, y con una considerable violencia, pero las naciones de verdad aguantan esto y mucho más (véase el esplendoroso éxito de ventas y asistencia en la Setmana del Llibre en Català). Lo que pasa es que en Catalunya, más que en ningún otro sitio, la cultura es política (este año conmemoramos los cien años del cierre del Palau de la Música y del campo del Barça, sin ir más lejos) y una cosa está inevitablemente pegada a la otra. Y, por lo tanto, la decepción después del 1-O, la sensación (solo sensación) de que no podemos ser lo que nos proponemos ser, la mediocridad de los contenidos en los debates parlamentarios y en los contenidos televisivos, las interminables invitaciones a un diálogo estéril, y la desconexión con las instituciones que hasta ahora más o menos nos habían acompañado, todo junto, parece que esté sacando una mala versión de nosotros. No, no somos nosotros: es lo único que este tipo de gobiernos pueden ofrecer a Catalunya. No es que Barcelona se haya españolizado, son los gustos madrileñísimos del alcalde y su corte. No es que Catalunya se haya españolizado, es que el vacío sideral del “Govern de tothom” hace que así lo parezca a veces. Los gobernadores ya tienen eso, vienen a pacificar y a anestesiar, pero duran lo que duran. Como las dictaduras, que Gaudí decía que eran “puentes”. Un señor gobernador también estaría encantado de que se bailasen sardanas ridiculizadoras en los late nights. Incluso sería capaz de presentarlo como prueba exculpatoria.

Lo mejor de nosotros, nuestra mejor versión en términos políticos, sociales y culturales, y también creativos, todo el mundo sabe que emergió durante el procés. Todo el mundo lo vivió y lo vio, y lo protagonizó: después de los Juegos del 92, el procés del 2017. Allí sacamos la mejor imagen, las mejores ideas, la mejor conexión entre sociedad y política, la mejor movilización, el proyecto más cívico y motivador, hasta el punto de que todo el país parecía una efervescente primavera del 31. Todo lo demás, todo lo que esté por debajo de esto, será más oscuro. Siempre. Por eso no es de extrañar que, ahora que les toca a los anestesistas llenar de contenido el paisaje, todo resulte de una inevitable y mediocre penumbra. Que nadie se confunda: Catalunya es otra cosa. Y quien sepa conectar mejor con nuestra versión más digna, la más atrevida y genuina, encabezará la guerra cultural y ganará la guerra política.