Durante todos los años de procés y postprocés, la izquierda catalana parlamentaria, ERC y la CUP, alimentaron la ficción de que los comunes —y Podemos, y derivados— podían ser un aliado para la causa independentista. Haciéndolo, alimentando esta ficción, en realidad alimentaron la posibilidad de una España plurinacional en la que los intereses de los españoles no se volvían en contra de los catalanes. Ni los discursos oficiales del procés —basados en un anhelo de democracia y de derechos civiles desnacionalizados— ni los discursos oficiales del postprocés —pacificadores, barriendo hacia el eje social por puro temor— quisieron deshacer la ficción de que otra España es posible. La izquierda española ha sido siempre el caballo de Troya de esta idea, y la izquierda —y una parte de la derecha— catalana ha hecho de más y de menos pensando que contaba con adeptos dentro del sistema de partidos y la estructura administrativa, cultural, lingüística, judicial y económica de los que decían quererse independizar. La izquierda catalana procuró jugarse esta ficción a favor para justificar la reculada, la utilizaron como excusa para explicar por qué no estaban haciendo lo que habían prometido que harían. Vaciada la idea de independencia, ahora era el momento de tejer alianzas de izquierdas. Pero los españoles, a la hora de la verdad, siempre hacen de españoles. Esta es la alianza que nunca hacen saltar por los aires.

Estos días Podemos ha embestido contra los catalanes. Podríamos hacer ver —como han hecho los socialistas para no tener que ponerse la palabra catalanofobia en la boca— que todo ello se trata de una campaña para desprestigiar a los Mossos, un menosprecio institucional, pero faltaría perspectiva. El españolismo de la izquierda española siempre se ha ocupado de confrontar la lucha de clases —o cualquier lucha de la izquierda— con la lucha para la liberación nacional. Lo hacen con un juego de contraposiciones que la izquierda catalana normalmente se traga, y ahora toca vincular catalanidad y racismo —o confrontar catalanidad y antirracismo— valiéndose de las viejas tácticas del opresor, haciendo que la catalanidad sea sospechosa de lo que, en función la postura política, sea considerado el peor crimen. Ante la oleada reaccionaria y xenófoba, los catalanes somos sospechosos de xenófobos por el simple hecho de querer decidir como catalanes. O de querer seguir siéndolo. Es una asociación que el españolismo furibundo de Ciudadanos siempre utilizó de forma espabilada. Catalanidad y anhelo de autogobierno implica sospecha, incluso para la izquierda española. También para la izquierda española. Siempre, para el españolismo. De derechas o de izquierdas, la intención es desarmar ideológicamente al nacionalismo catalán para que, llegado el momento, no le quede nada con lo que defenderse. Y hacer, así, que la única postura política moralmente aceptable sea la de renunciar a todo lo que implique ser o parecer nacionalista catalán para renunciar, así, a la eterna sospecha. En la izquierda catalana no faltan sumisos.

Los españoles, a la hora de la verdad, siempre hacen de españoles

Durante los años del procés y, sobre todo, del postprocés, unos han hecho ver que se creían la España plurinacional y los otros han hecho ver que se creían que los otros se la creían, y todos tan amigos. Eso ha sido así en la medida en la que Podemos ha necesitado la complicidad política de ERC —y de la CUP— para estabilizar España, y ERC —y la CUP— han necesitado a los comunes para estabilizar Catalunya. La ficción cae ahora porque el trabajo está hecho. Porque las renuncias nacionales de unos y la ambición de tocar poder de los otros han llegado al final de su recorrido. Pero el pacto de ficciones no ha sido del todo exitoso para las dos partes. En Madrid, ERC se ha convertido en una muleta completamente absorbida por el sistema de partidos español. La distancia ideológica con la izquierda española en términos nacionales es mínima y les resulta imposible reivindicar cualquier victoria que esta absorción haya podido significar para los catalanes. En Catalunya, las renuncias de ERC son tan obvias y el recuerdo del gobierno del 80% demasiado reciente como para obviar que han sido el puente hacia el gobierno del PSC. Sus diatribas contra la izquierda española siendo españolista no tienen ninguna credibilidad, Oriol Junqueras haciéndose el gallito con Pablo Iglesias no tiene ninguna credibilidad, porque todas y cada una de sus renuncias políticas han abonado el terreno para que la izquierda española pudiera ser abiertamente españolista sin encontrar resistencia. La CUP, en todo esto, no ha sabido —o no ha querido— hacer de oposición, porque no ha querido poner en jaque a una base dividida.

Ahora la realidad es cruda, pero es más honesta. Pablo Iglesias puede reprochar su visita a la cárcel a Oriol Junqueras para distanciarse del PSOE y parecer una alternativa —para poder seguir haciendo de Podemos, vaya—, y Oriol Junqueras hace el pánfilo —en castellano— porque no se la puede devolver. Porque la esperanza de poder hacer reformismo español lo ha engullido hasta tal punto que lo tiene atado de pies y manos, también cuando lo humillan. La izquierda española tiene cautiva a la parte de la izquierda catalana que siempre está dispuesta a renunciar a sí misma para no parecer vete a saber qué. Los españoles siempre procuran tener psicológicamente secuestrados a los catalanes porque esto que pasa en la izquierda pasa al por mayor, pero es en la izquierda española donde la hipocresía de unos y la esperanza de los otros es tan evidente que resulta imposible de creer. Y de hecho, es bueno que sea así: es bueno que la sorpresa sobreactuada de una parte de la izquierda catalana no tenga credibilidad, porque significa que la dinámica de sumisión —esta vez, vinculando xenofobia y catalanidad— sobre una parte de los catalanes no tiene poder. Su chantaje ideológico no es útil cuando todavía te queda un poco de autoestima. Su España plurinacional de cartón piedra se derrite cuando ya no necesitan a los catalanes para luchar contra el fascismo, cuando es más útil electoralmente que los fascistas sean los catalanes. Ahora la realidad es cruda, pero cuando vuelvan a necesitar hablar de alianzas en la izquierda y de fraternidad, cuando las luchas compartidas vuelvan a serles ventajosas, si la izquierda catalana no ha hecho su trabajo, si no se ha sumado a un discurso nacionalmente fuerte y desacomplejado, la izquierda catalana volverá a alimentar todas las ficciones que mantienen Catalunya atada a España.