Mi hijo Marc habría cumplido hoy 15 años, y llevo días nublado, con un peso en el pecho insoportable y un pensamiento reiterado, tan sencillo como el de imaginármelo con la pelusilla característica de los adolescentes que tienen que afeitarse por primera vez. Con este, ya son cinco los aniversarios en los que he soplado velas imaginarias colocadas sobre pasteles demasiado amargos para ser digeribles. Y sé que sufro de una enfermedad crónica, que es el duelo por la muerte de mi niño, y de la que, por cierto, no quiero curarme, sino armonizarla con una vida que honre su recuerdo.

Y me alegro de haber pasado estos días previos a su cumpleaños en Milán, una ciudad que forma parte de mi memoria sentimental. Aquí tengo una familia, los Girone Daloli, que me adoptaron cuando yo tenía 24 años, de la mano de su hijo Marcello, amigo y hermano desde que nos conocimos en Nueva York a finales de los ochenta. Si un día me pierdo, que me busquen en Milán, aunque esta capital de la Lombardía se parece poco a la que yo conocí cuando llegué a finales de 1990. Milán sufre de la misma deserción sentimental que han sufrido gran parte de las capitales del mundo occidental. Durante los ochenta, temían que el vídeo matara a la estrella de la radio, pero los astros radiofónicos sobrevivieron. En la tercera década del nuevo milenio, la singularidad de las ciudades occidentales ha muerto por una globalización que apesta a low cost insoportable. Milán se ha vulgarizado y ha perdido lo esnob que la hacía irresistible, junto con una pulsión intelectual sostenida por gente excepcional, como Indro Montanelli. Incluso los versos de la canción "Milano" del gran Lucio Dalla, han quedado desvaídos. Milano perduta dal cielo, tar la vita e la morte continua il tuo mistero. Aún recuerdo el descubrimiento tardío que hice de Dalla y cómo yo cantaba Disperato Erotico Stomp mientras paseaba por Parco Sempione. Yo, que soy turista dondequiera que vaya, en Milán me siento como en mi casa.

El Milán que yo conocí era altivo, pero —a diferencia de ciudades monumentales como Roma— su esplendor era silencioso, como casi el de todas las metrópolis que han sido ocupadas por ejércitos extranjeros a lo largo de la historia y donde la riqueza no se muestra, sino que se guarda en sus entrañas como los placeres privados. Y recuerdo vivamente una noche que fui invitado por un amigo a una fiesta en casa de no recuerdo quién. El portal de la casa era sencillo, casi insignificante, pero, una vez abiertas las puertas, mis pupilas explotaron ante una colección pictórica que iba del Renacimiento a la pintura contemporánea, con nombres que serían la envidia de cualquier pinacoteca nacional. Y junto a este Milán que tenía en los Sforza o los Visconti la raíz de toda su altivez, existía el Milán de las bancarela, las minúsculas librerías callejeras que vendían libros de segunda mano, y algunas muy selectas. Había tenido una Artorige Daloli, el abuelo anarquista de Marcello, muerto en 1966 a los 54 años por culpa de un cáncer fulminante. Ada Daloli, la hija, también fue propietaria de una pequeña y distinguida librería —que no bancarela— en Corso Garibaldi. Allí, vendiendo libros, conoció a Rino, un lector compulsivo de orígenes sicilianos y, entre libro y libro recomendado, se enamoraron y llevan treinta y cinco años juntos. Poi invitarme a cena, le dijo ella cuando expulsó la vergüenza de sus deseos. Ahora, por las tardes, juegan a las cartas, y por la noche, leen hasta bien entrada la noche, como recomendó el poeta T.S. Eliot en The Waste Land. En invierno, Ada y Rino viajan hacia el sur, a Sicilia.

Milán sufre de la misma deserción sentimental que han sufrido gran parte de las capitales del mundo occidental

Para mí, Milán también era el padre de Marcello, el gran Paolo Girone, el propietario de Essebi, una de las mayores agencias publicitarias de Italia y el publicista elegido por Berlusconi para inventarse toda la estética de Mediaset. Paolo no solo era un tipo de una inteligencia superlativa, sino también un hombre generoso y un gran maestro de la joie de vivre. Él, un niño pobre de Apulia que había llegado con 16 años a Milán y encontró el amparo de Artorige Daloli, se convirtió en un gran señor milanés, razón por la que Ada lo abandonó. Una cosa era amar a Paolo, la otra —en una sociedad tan heteropatriarcal como la italiana— era convertirse a perpetuidad en la señora Girone. A pesar de las vicisitudes y las alegrías de la vida, el Girone publicista, amigo de Berlusconi, nunca olvidó a Artorige, el hombre que le puso un plato caliente en la mesa cuando llegó con el estómago vacío de su Apulia natal. Un santo libertario.

Paolo ya está muerto, pero en Milán aún vive gran parte del universo que aceptó a una piedrecita errante como yo. Pero ahora me siento extraño ahí, como si yo fuera un bárbaro, como los demás, que llegan a una tierra para mearse en ella. A lo mejor sí que tendremos que dejar de viajar y mantener el recuerdo de Milán y otras ciudades a resguardo del low cost y de esta estética y ética consumista, quilla y reggaetonera que ha invadido el mundo con la ferocidad de una tribu de bárbaros iletrada, antropófaga y vacía de alma. No sé si, como escribió el poeta William Wordsworth en su Oda a la inmortalidad, la belleza subsiste siempre en el recuerdo, pero cuesta mantenerla viva en un mundo alérgico a la memoria.

Hace unos años, vine a Milán con mi hijo mayor, y ahora he vuelto con Meri, mi pareja. Y pensaba, cuando la vida de mi hijo Marc empezaba a ser una firme esperanza de futuro, que el niño vendría conmigo y pasearía por los jardines públicos Indro Montanelli, acariciado amorosamente por su también familia italiana Girone Daloli. Soñar es gratuito. Pero el sábado por la noche, en una cena celebrada en casa de Piero y Francesca, junto con Meri, Marcello, Patrick y Alessandra, hablamos de él como se habla de los vivos. Hoy es su cumpleaños y le canto un verso de "Piazza grande", la canción de Lucio Dalla, que dice: e se la vita non ha sogni io li ho e te li do.