Toda Europa está empezando a cambiar de postura respecto a Israel, coincidiendo, causalmente o no, con la resaca del Festival de Eurovisión. La nueva postura de Netanyahu, proponiendo ocupar toda Gaza, ha contribuido a vincular la supuesta “compra de votos” por parte de Israel en el concurso televisivo a una especie de emancipación europea respecto a Estados Unidos. Hasta ahora, “Occidente” era un bloque, y los remordimientos por los años 30 empujaban a Europa hacia una sólida tendencia a comprender la causa israelí, a solidarizarse con los ataques que recibe desde el exterior y a ver en su gobierno un garante de los valores democráticos en la región. Ahora, justo después del festival y del nuevo movimiento de ficha del gobierno israelí, hasta el Reino Unido ha empezado a poner todo esto en duda. Europa empieza a decir basta, como ya hizo con Rusia, al expulsarla del festival mientras le imponía sanciones por la invasión de Ucrania. Nos guste más o menos, la geopolítica latente tras Eurovisión —los países invitados y también los resultados de las votaciones— es un reflejo de cómo todo Occidente se tambalea ante unos cambios que afectan, sobre todo, a la nueva postura de Europa en el equilibrio (o desequilibrio) mundial.
En este contexto, España, más allá de quedar nuevamente humillada en votos y en carta de presentación (es el único país que tiró de folclore trillado, del sombrero cordobés a las castañuelas), se ha erigido a través de Pedro Sánchez en uno de los Estados más contundentes al acusar a Israel de ser un Estado genocida y empezar a alzar la voz sobre su papel en Eurovisión. Lo que significa, insisto, el preludio de una nueva postura política contra el propio Israel: por mucho que hagamos bromas sobre un festival de baja calidad musical y descaradamente frívolo, también los Juegos Olímpicos son un evento privado, pero la expulsión de un país como participante, o las dudas sobre su actitud, son hechos que trascienden con creces el ámbito del deporte. Y donde se habla de expulsar a un país, también se puede hablar de incluir a uno nuevo. Y aquí entramos ya nosotros y lo nuestro. Sí, nosotros también debemos saber cuál es nuestro papel en este fantástico festival europeo de la geopolítica.
Cuando en Bruselas se debate (con más ceremonia que prisa) la posibilidad de que el catalán sea oficial en las instituciones europeas, lo que se está haciendo es equipararlo a una lengua de Estado. No es una forma de reconocer un Estado, pero sí un estatus. Cultural, nacional, en este caso: el catalán podría hablar de tú a tú con las demás lenguas oficiales de Europa, con todas las consecuencias que ello conlleva. La orfandad que sentimos muchos en eventos como los Juegos Olímpicos o Eurovisión, que (insisto) son eventos privados, evidentemente quedaría resuelta de golpe si fuéramos un Estado independiente. Eso no admite discusión: TV3 (o TVC1) en Eurovisión, Catalunya en el desfile de atletas y en los podios. Pero, mientras tanto, si la negociación actual busca llevar el catalán a Europa, ¿qué nos dice eso sobre las posibilidades del catalán (que sería, subrayo, una lengua equiparable a la de un Estado) en Eurovisión?
Eurovisión hace años que es un tablero en el que se mueven fichas: las puntuaciones reflejan alianzas, simpatías y, muchas veces, posicionamientos políticos disfrazados de gusto musical
Si el catalán es una lengua de envergadura europea, y si ya ahora cuenta con un espacio comunicativo propio, gracias a una televisión pública, como TV3, que produce contenidos de alta calidad y con capacidad de exportación, ¿por qué no habría de participar directamente (con rango equiparable al de un Estado) en este festival? ¿Sería eso más extraño que la participación de Israel o de Australia? ¿Acaso no se accede por invitación? Un reconocimiento real del catalán en Europa debería derivar, casi de forma natural, en una invitación formal del organismo televisivo en este sentido.
Más allá de esta hipotética invitación formal (que también sería deseable para las selecciones deportivas), tenemos la famosa “plurinacionalidad” y las reformas “federales” del Estado que Pedro Sánchez se saca de la manga siempre que le conviene. Pero en Eurovisión, como en tantos otros ámbitos, sigue chirriando (y seguirá) la crónica incapacidad de España para representar su propia “diversidad interna”. Lo que ocurre es que no estamos hablando solo de canciones: participar en Eurovisión (o no) tiene que ver, ya lo hemos dicho, con la geopolítica. El festival hace años que es un tablero en el que se mueven fichas: las puntuaciones reflejan alianzas, simpatías y, muchas veces, posicionamientos políticos disfrazados de gusto musical. Ucrania, Rusia, Israel, Armenia, Azerbaiyán… no son solo nombres de países: son capítulos de una narrativa diplomática que se reescribe con cada votación. Que Catalunya pudiera entrar en este tablero con voz propia sería, para la España “plural”, algo demasiado difícil de soportar. Pero, ¿y participar en catalán bajo la bandera de España? Pobres ilusos: tampoco. Ni de broma. ¿Qué nos hemos creído, que Eurovisión no es algo más importante y representativo que el Congreso de los Diputados? Y, aún más: ¿quién demonios, en toda la piel de pandereta, votaría una canción cantada en catalán?
No nos hemos movido del La, la, la. Seguimos allí, o incluso peor: porque entonces, al menos, la opción de Serrat se planteó. Ahora, el propio cantante que niega la legitimidad de los referéndums de autodeterminación tampoco sería capaz de explicarse cómo una España federal, o “federalizante”, no se abre a opciones que hasta el propio régimen de Franco llegó a tener sobre la mesa. Para rechazarlas, claro. Pero medio siglo después, con la supuestamente mayor autonomía del mundo y con el reconocimiento de la “nación cultural” por parte de varios políticos, e incluso promoviendo la equiparación de la lengua a nivel europeo, hay algo que sigue igual de claro: dentro de este Estado, nunca podremos ser nosotros mismos. Sombreros cordobeses y castañuelas. Que no cuenten con mis doce puntos.