Una inquilina cualquiera, de un edificio cualquiera, de una calle cualquiera. Ocurrió en Madrid, pero pudo haber sido en Barcelona, en Bilbao, en Sevilla o en Lugo. Tenía 65 años y se quitó la vida tras precipitarse al vacío desde un quinto piso. Había acudido a los servicios sociales del Ayuntamiento a demandar información ante una ventanilla a la que jamás volvió después de recibir como respuesta un “vuelva usted mañana”.

Alicia, la vecina madrileña que se suicidó el martes cuando iba a ser desahuciada, no podía pagar el alquiler, pero ninguno de sus vecinos lo sabía. Nadie cercano o lejano conocía su situación. Tampoco los técnicos de la Junta de Distrito que visitó en una ocasión para informarse de los pasos a seguir ante una situación de impago.

No se activó ningún protocolo ni ninguna alarma, pese a que cuando alguien ha dejado de pagar el alquiler seguramente antes ha hecho lo propio con otros servicios básicos como el gas, la luz, el agua o el teléfono. En una sociedad tan interconectada como la del siglo XXI cuesta creer que no haya mecanismo alguno por el que detectar una situación de penuria como la que atravesaba Alicia. Y en un país como España en el que desde el inicio de la crisis económica más de 400.000 familias han perdido su vivienda cuesta creer que la política aún no haya adoptado medidas suficientes para evitar la desprotección de los inquilinos.

La crisis sigue presente para muchos, los precios vuelven a estar disparados y las administraciones carecen de viviendas. ¿Hemos aprendido algo? Porque las grandes movilizaciones contra las ejecuciones hipotecarias y la voracidad de los bancos sirvieron, sí, pero sólo para promover medidas de protección a las familias con una hipoteca, pero no a los inquilinos que viven de alquiler y no pueden hacer frente al mismo.

En una sociedad tan interconectada como la del siglo XXI cuesta creer que no haya mecanismo alguno por el que detectar una situación de penuria como la que atravesaba Alicia

La desprotección es absoluta y los partidos no son capaces de ponerse de acuerdo en cómo, de qué modo y cuándo se han de limitar las subidas abusivas en los precios del alquiler. Y eso que, según datos del CGPJ, cuatro de cada cinco desahucios con orden judicial ejecutados en Madrid se producen ya por impagos de alquiler.

Estamos sin duda ante un fracaso de la política, del bloqueo parlamentario, de la refriega partidista ―aún hay quien ha tratado de hacer campaña contra Manuela Carmena por el triste final de Alicia― y de unos medios de comunicación que hace tiempo que se olvidaron de los desahucios con los que antaño rellenaban día sí y día también páginas impares y minutos de telediario.

Con todo, lo peor es que el desastre es imputable a todos, también a una sociedad individualista y ajena al aislamiento social que no es capaz de desarrollar el más mínimo instinto de sensibilidad, protección o ayuda ante quienes viven en la melancolía de su propio silencio. 24 horas tras 24 horas que se repiten y se repiten sin ningún tipo de interacción social y sin despertar alarma alguna.

Alicia era una de ellas, y nadie se percató de que además de su angustia por el alquiler, era víctima de una soledad ya convertida en uno de los grandes males que acecha a la sociedad contemporánea y que los expertos consideran tan perjudicial para la salud como pueda serlo la obesidad o fumar 15 cigarrillos diarios. Esta nueva epidemia no entiende de clases y cada vez afecta en España a un mayor número de personas. En 2017, a más de 3 millones de mayores de 65 años. ¿Alguna propuesta o seguimos impasibles al fracaso colectivo?