El primer recuerdo que tengo de Josep Carner es un examen suspendido de literatura catalana. Escribí el nombre del poeta castellanizado, quizás influido por los policías que me pedían el DNI cuando mis amigos y yo nos sentíamos libres de mear en la calle de madrugada entre los coches aparcados ―“A ver, chico, el Carné"―. 

La profesora me envió directo a recuperación con buen criterio, porque ni siquiera después de superar el examen no habría sabido explicar qué había aprendido estudiando los poemas d’El cor quiet. De las clases de literatura, recuerdo la estupefacción que me producía leer los autores de mi país como si fueran brujos de una lengua exótica en un tiempo extraño. Era como si, en lugar de letras, nos hubieran dejado jeroglíficos.

Entonces se hablaba de 1984, la novela de George Orwell que cuenta cómo se puede deshumanizar y esclavizar una sociedad forzando el lenguaje. En cambio, estudiábamos a Carner como si entre él y nosotros no hubiera pasado nada. Nadie hubiera dicho que veníamos de un silencio oscuro y que era necesario aprender a empalabrar de nuevo el mundo desde la base, como se hace con las criaturas ―a las cuales no se les da Marcel Proust para que aprendan a leer―.

El catalán era un idioma inseguro, que parecía haber perdido la capacidad de expresar sentimientos viscerales, que son los que te ayudan a pensar con rectitud y te permiten protegerte de los estafadores y los asnos. A veces me da la impresión que la vocación de escribir me vino de la necesidad de conectar con las profundidades de la lengua que mis padres me habían legado como si fuera un tractor viejo.

El lenguaje nos aleja de los animales y nos acerca a Dios porque nos permite de transcender el espacio y el tiempo. La lengua es la única herramienta que tenemos para expresar de una forma lógica las intuiciones del alma. Cada vez que un unionista dice que el independentismo es sentimental me acuerdo del bilingüismo de los franquistas y de mis problemas para empatizar con Carner. 

Para leer a Carner tienes que estar entrenado. Tienes que haber profundizado en el tiempo que llevas dentro, y haberte familiarizado con los tesoros de los barcos hundidos en el Mediterráneo. Tienes que entender que el castellano no solo es la lengua que habla el enemigo, sino que también es la lengua que tú hablas muy a menudo cuando te obstinas a ponerte obstáculos.

Carner te ayuda a entender que no hay diferencia entre los imbéciles que dicen que las lenguas sirven para comunicarse y los tarados que atribuyen sentimientos humanos a los animales. Eugeni d’Ors intentaba recrear el imperio, y por eso escribe con tono de falsete, pero Carner lo llevaba dentro y lo evoca de una forma tan espontánea y terrenal que casi parece un milagro.   

Hoy Carner se reiría de los que creen que para resolver los problemas de Catalunya hay que diluir la identidad. Cuando leo Carner entiendo por qué siempre he preferido pasar por un mono salvaje que por español. El cosmopolitismo no es un carnaval ni un baile de disfraces, ni necesita que Arrimadas se sienta como en casa en mi sofá o se haga una idea de las cosas que yo doy por supuestas.

Sagarra me descubrió que se podía escribir en catalán como se puede escribir en cualquier lengua civilizada. Pla me enseñó que, puestos a ser un poco provinciano, siempre sería mucho más coherente serlo de Italia o de Francia. Con Carner, entendí que el universalismo es un mosaico de verdades inefables contadas ―o si es necesario, barboteadas― a través del genio divino de las lenguas locales.