Los artículos de López Burniol sobre los años treinta me recuerdan a un libro que leí hace tiempo sobre la caída de las grandes dinastías europeas. La tesis era que hay un momento en el que si los regímenes no caen por la incompetencia de sus líderes caen por el simple agotamiento de sus lógicas internas. El libro describía la burbuja que aislaba a los reyes y los diplomáticos a principios del siglo XX y se podría aplicar a los políticos actuales y a sus cargos de confianza.

El poder no puede vivir a una distancia infinita de la gente, ni refugiarse en rituales y mecanismos momificados, que solo atraen la capacidad de imitación de los mediocres y de los oportunistas. El poder, si quiere preservarse, tiene que trabajar para mantener un fondo de ingenio y de autenticidad que conecte con la gente y que vaya más allá del decorado y la retórica. Solo así se puede permitir el lujo de actuar con generosidad o de reaccionar con dureza sin perder la iniciativa y la legitimidad. 

La Segunda República, igual que la dictadura de Primo de Rivera, se hundió porque solo los vividores del régimen estaban realmente interesados en preservarla. Franco se mantuvo durante años porque una parte importante de la población se identificaba con su figura y su nacionalismo. El régimen del 78 funcionó mientras ETA sirvió para justificar el pacto que la izquierda española había hecho con la dictadura para blindar la unidad de España.

El pacto de la Transición, como la Guerra Civil o el régimen de Primo de Rivera, fue fruto de una operación para evitar que Catalunya ―y, en segundo término, el País Vasco― llegara a plantear la independencia de manera democrática. Si el Rey hubiera tenido dos dedos de frente, no habría aceptado relevar a su pobre padre con el argumento de la corrupción y los escándalos de faldas. Habría exigido un plan para que Catalunya pudiera ejercer el derecho a la autodeterminación bajo su arbitraje.

El discurso que Felipe VI hizo sobre el 1 de octubre fue muy celebrado, pero cada vez se verá más claro que agotó el margen de la justicia y la política española. El hecho de que solo un par de años después López Burniol utilice la dictadura de Primo de Rivera como metáfora para aleccionar a los últimos guardianes del régimen, ya dice mucho de cómo ha evolucionado el panorama. Con cada victoria sobre el procés, la España democrática ha perdido dinero.

Los intentos de criminalizar los referéndums y de expulsar el derecho a la autodeterminación de Europa no han funcionado. Como dice un amigo mío, España es como el Titanic después de chocar contra el maldito iceberg. Si sus comandantes no se creen que tan magnífica construcción pueda hundirse en medio del océano por culpa de un simple trozo de hielo es porque se han creído su propia propaganda.

López Burniol, igual que Antoni Puigverd, forma parte de una casta de intelectuales progresistas que aceptaron vivir en la cresta de la ola a cambio de negar el pan a la libertad de Catalunya y de hacer la vista gorda con la herencia de la dictadura. Como que han vivido de la doble moral del régimen ahora no pueden hacerlo evolucionar y es lógico que tengan la sensación de que, si no lo salvan tal como era, se hundirán con él. 

Después de tantos años de comedia antinacionalista debe ser deprimente ver que, de aquel mundo brillante, tan cosmopolita, solo queda Miquel Iceta intentando hacer de Artur Mas. En la Transición, la política todavía sacaba buena parte de su fuerza y legitimidad de las carnicerías del ejército; ahora la saca exclusivamente del pueblo. He aquí el detalle que el Rey no tuvo en cuenta cuando salió a hacer su arenga, después del 1 de octubre.