La democracia española recuerda cada vez más a aquellas películas de Freddy Krueger que los cines de pueblo pasaban en los ciclos de terror que se organizaban en verano. Las primeras historias de la saga de Elm Street daban tanto miedo que por la noche no podías dormir. Después, a base de abusar de los trucos y de los golpes de efecto, las secuelas daban una mezcla exótica de risa y de aburrimiento.

A medida que el régimen de la Transición se va acercando al récord de estabilidad que marcó la constitución canovista de 1876, resulta más sencillo de entender el tópico español que dice que hay que bombardear Barcelona cada medio siglo. Ver a Joaquim Coello contando a los chicos de ERC cómo tienen que negociar con Madrid hace pensar en la camiseta ignífuga del pobre Krueger.

Coello forma parte de esta casta que, al inicio del procés, ordenó a Mas descapitalizar la Generalitat con la excusa de los recortes para adelgazar el autogobierno. Mientras CiU decía que había que construir estructuras de Estado para poder hacer la independencia, el gobierno catalán repartía edificios y concesiones de espaldas a sus votantes aprovechando la caída de precios provocada por la crisis. 

Los mismos que entonces se pensaron que tendrían la sartén por el mango mientras pudieran laminar el autogobierno, sin dejar de hacer negocios, ahora intentan reconstruir lo que destruyeron para no quedar fuera del reparto de premios de la nueva España. Coello, que hizo de intermediario entre Urkullu y Puigdemont después del 1 de octubre, junto con López Burniol y un par de empresarios convergentes, dice ahora que el PSOE se plantea ceder la titularidad del puerto y el aeropuerto. 

ERC tiene la investidura de Sánchez en sus manos y necesita exhibir un trofeo importante que proteja sus aspiraciones a la Generalitat de los ataques de Puigdemont y Torra. Si La Vanguardia vuelve a elogiar el pacto del Majestic es porque los republicanos no ven tan claro como Màrius Carol y otros periodistas que puedan acordar una abstención con el PSOE utilizando de excusa los barracones y las listas de espera.

Los viejos pactos del chocolate del loro ―para que los de siempre saquen tajada― no se ven igual después las sentencias judiciales y la deriva que ha tomado la democracia española. Una cosa es que puedas enredar a la gente que no se dedica a la política y otra cosa es que la gente sea ciega o imbécil del todo. Por eso Cayetana Álvarez de Toledo dice que la situación de España es peor que cuando ETA mataba, porque el terrorismo ayudaba a esconder elefantes que ahora se ven a la luz del día. 

Aunque el miedo escénico presione a ERC y haga que tertulianos veteranos como Ferran Casas no sepan responder a Eduardo Inda que Catalunya es una nación, el pueblo catalán existe incluso cuando se deja tomar el pelo. De lo contrario El Periódico no volvería a promover los discursos franquistas sobre la inmigración a través de libros absurdos, ni Jordi Pujol saldría de las catacumbas para defender la inmersión lingüística con la retórica del 1980.

España intenta volver a cerrar Catalunya en la reserva, como el inicio de la Transición. Por suerte, el mundo Occidental ―y no solo España, también Canadá o Alemania― está muy lejos de la violencia política que marcó los años setenta. La única manera que ERC tiene de ganar la Generalitat es joder a Sánchez o que los españoles dejen presentar a Junqueras en las próximas autonómicas.

Los chicos de JxCat ya dicen en la prensa que no descartan que Puigdemont sea candidato si el Tribunal de Justicia de la UE le otorga la inmunidad. En Barcelona corre el rumor que los republicanos exigen a los socialistas que el presidente exiliado “pringue” como mínimo, igual que lo ha hecho Junqueras. En Madrid todo el mundo intenta desesperadamente apagar el fuego que encendió el 1 de octubre y en Catalunya todo el mundo se pelea para calentarse un poco con sus brasas.