I

Esta noche he soñado que vivía con Inés Arrimadas. Vivíamos en el piso del Masnou, en la casa donde me instalé cuando me marché de casa de mis padres. El sueño empezaba que yo leía plácidamente en el comedor. Como de costumbre me había recogido en el sofá que tenía colocado de cara al ventanal y que, de forma estratégica, si te ponías en el rincón de la pared, te ofrecía una vista espléndida del mar y, en cambio, no te permitía ver bien la tele

En aquel rincón leí el facsímil del dietario de Josep Pla que me empezó a despertar la obsesión de escribir o morir. También leí a Stendhal, Coetzee, Shakespeare, Dickens y Balzac y las cartas de Joan Sales a Joan Coromines donde se explica aquello que escribí el otro día, que el pacífico Pompeu Fabra murió diciendo que la violencia era la única manera de entenderse con los castellanos. 

En aquel rincón rematé la tesis doctoral y leí La opinión pública, de Walter Lippman, la obra que más ha marcado mi manera de entender el periodismo y el discurso político. A mi izquierda, había un estante con cuatro libros, y más allá una chimenea de obra que, de vez en cuando, encendía para vestir de romanticismo los gritos surrealistas de la selva. En ninguna otra parte he amado y me he sentido libre de una forma tan inocente.

Leía cerca de un halógeno que daba intimidad al comedor, mientras el paisaje se oscurecía abrigado por la luz celeste del anochecer. Como dije, tan solo levantando los ojos podía ver el mar y las estrellas. Algunas noches, si el pipí o alguna preocupación me quitaban el sueño, atravesaba el piso solo para ver el reflejo de la luna sobre el agua, que los días que era llena parecía que extendiera, expresamente para mi, una alfombra plateada encima del mar hasta el comedor de casa. 

Yo leía tranquilo y Arrimadas entraba de repente con una bolsa del Condis, que dejaba sobre la mesa de vidrio grande.

—He comprado matarratas —me decía, con este tono ejecutivo y un poco ausente, de mujer perfectamente organizada.
—Pero si aquí no hay ratas —le respondía yo con el corazón sobresaltado, no solo por el tema de conversación, sino también porque no esperaba verla en mi casa. 
—Sí que hay, Enric —me aleccionaba, mientras se sacaba los zapatos y se sentaba sobre sus piececitos al otro extremo de mi sofá, con un desperezo de princesa inconsciente y caprichosa.  
—Pues yo no he visto nunca ninguna, como mucho algún escarabajo que viene del restaurante chino de abajo —le respondía con frialdad, mirando de controlarme.

Como que me esforzaba a retomar el libro, pensando “no puede ser que esta mujer esté aquí, estás soñando”, se levantaba de un salto y, después de subirse encima de una silla de diseño italiano muy delicada que me llevé de casa de mi padres, empezaba a golpear la caja de la persiana del ventanal. 

—Ya verás como sí que hay! —me decía con las mejillas encendidas por el esfuerzo y la temperatura de la casa, que tenía una buena calefacción para combatir la humedad del mar.

Enseguida aparecía, no sé de dónde, una especie de conejito de indias. Las orejas se le movían como radares, la nariz husmeaba el suelo como si fuera una aspiradora. A pesar de que el animal parecía de la familia de los roedores, ya digo que era clarísimo que no se trataba de una rata. Incluso me producía un cierto enternecimiento. Pensaba: le podría comprar una jaula con una rueda para que haga ejercicio. A pesar de lo cuco que era ella insistía, agudizando el tono de voz. “Lo ves, lo ves? Tenemos que hacer algo, Enric! No podemos vivir de esta manera.” 

Entonces yo me levantaba, abría una vitrina que tenía en el comedor y le daba un volumen de la enciclopedia Salvat que guardaba dentro. Esta enciclopedia salió en vida de Franco, cuando la política lingüística de la dictadura ya había hecho todo el mal posible. La madre me explicaba que, un día, una amiga de la abuela que había visto la publicidad llegó al Casino del Masnou diciendo: “Quiénes son los bromistas que han colgado estos carteles por el pueblo que dicen: Salva't, català?” 

En casa suponemos que los carteles decían "Salvat en català", pero el inconsciente siempre va más lejos. El sueño continuaba con que Arrimadas abría el volumen por la página donde había la entrada dedicada a la rata y lo echaba con rabia contra el conejito. La bestia salía malherida de debajo la enciclopedia y se arrastraba gimiendo por el comedor. “Enric, vigila que no se esconda!”, me decía ella mientras corría a la mesa de vidrio para intentar abrir el saco de plástico reforzado que contendía el matarratas que acababa de comprar.

Al final, en vez de pararla, yo mismo iba a buscarle unas tijeras, vencido y horrorizado, para que me dejara en paz. Por sorpresa mía, no las usaba para abrir el saquito de matarratas, y tirarlo sobre el animal medio muerto, cosa que ya me parecía una idea demencial. Inesperadamente, se acercaba al animal y le clavaba una hoja de las tijeras al cuello. Entonces, con calma, le recortaba la cabeza mientras la pobre bestia hacía ruiditos agonizantes y sacaba la lengua con una mueca que parecía una sonrisa irónica. 

—Lo ves, Enric —me decía satisfecha, cuando me he despertado.

Supongo que esta pesadilla surrealista se acabó de cocer ayer por la noche, con una noticia que leí en el móvil sobre Xavier Cima, antes de ir a dormir. Parece que el marido de Arrimadas ha declarado en un programa de televisión que el 21-D cederá el voto a su mujer. La noticia también explicaba que un hermano suyo ha tratado Albert Rivera de fascista en Twitter

La presión me debe de haber hecho saltar los plomos, porque no recuerdo nunca las cosas que sueño. El otro día fui a ver a mi madre y, mientras hablábamos, Arrimadas apareció en la televisión. La madre me había explicado que no dormía bien pensando en los independentistas encarcelados, sobre todo en Jordi Cuixart, el presidente de Òmnium. Entonces, al escuchar la voz de Arrimadas en la tele, se levantó de un revuelo y con un pronto de furia que le hizo perder su compostura de duquesa inglesa, se encaró a la pantalla diciendo: “Tú qué, eh, tía, tú qué!”.

No dejo de pensar en ello. Mi madre, que es una mujer que se ha hartado de callar para no provocar discusiones, especialmente políticas, cuando el independentismo estaba mal visto, se desabrochó completamente. Ella que no levanta la voz ni que la maten, pero que de joven era capaz de poner un retrato del dictador en el váter de la escuela y de enfrentarse a las monjas falangistas sin perder los nervios, acabó berreando: “Apaga esto. No quiero sentir esta mujer!”. 

No estoy seguro que haya visto el lema electoral de Arrimadas. La líder de Ciutadans aparece sonriendo en los carteles mientras se ríe en la cara de los casi tres millones de personas que participaron en el referéndum del 1 de octubre, de una forma u otra: “Ahora sí que votaremos”, dice el lema de campaña. No está mal para una andaluza que aspira a ser “la presidenta de todos los catalanes”. A veces me da la impresión que la principal virtud política de Arrimadas es que se sabe alimentar del mal rollo que provoca. 

Cuando la conocí, el diciembre de 2012, me pareció una chica más tímida y voluntariosa que no inteligente. No le detecté la sonrisa sádica que se le ha ido dibujando a base de ser insultada. Entonces iba a las tertulias con un paquete de apuntes que se aprendía de memoria antes de entrar al plató. Un día, para ponerla a prueba, afirmé solemnemente que yo era monárquico —cosa que tampoco es mentira— y quedó sorprendida de aquella manera que solo se puede sorprender alguien que no conoce Catalunya más allá de los tópicos.

También recuerdo otro día que me quedé solo con ella y Bernat Dedéu en un plató de BTV después de una tertulia. Como tenía coche y Dedéu me pidió si podía acompañarlo a su casa, por educación le ofrecí a Arrimadas venir con nosotros. “Estáis seguros?” farfulló con una cara de sorpresa inolvidable, de ladrona que ve con una mezcla de desconfianza y de estupefacción como después de robar el reloj de tu padre tú vas y te ofreces para darle cuerda. 

—Venga, ven, que no estamos en el País Vasco! —le dijimos riendo.

De todo esto solo hace cinco años. Entonces me pareció una extranjera caída con paracaídas. 

Poco después me dio la impresión que, para orientarse en el país y matizar su discurso, buscaba un cierto contacto con los independentistas, si bien no con tanta intensidad como lo buscaba su equivalente en el PP, Andrea Levy, que con los españoles de Barcelona se aburría como una ostra y el primer día que hablamos me dijo, como si fuera un elogio: “No he entendido absolutamente nada de lo que me has explicado”.

 

(Continúa mañana).