Últimamente tengo la sensación de estar colgado del palo mayor de un gran barco que se hunde. Tanto da si estoy en El Masnou o en Llançà. Cuando miro hacia el horizonte, veo un vacío magnífico, en el cual puedo proyectar lo que me dé la gana, las canciones más épicas y las pesadillas más dantescas. Cuando miro hacia la cubierta, el espectáculo ofrece pocas dudas. El naufragio parece  inminente.

Por suerte, Diana siempre está rodeada de libros antiguos. A veces parece que los libros la persigan; otros parece que sea ella la que persigue a los libros, para esconderse entre las páginas de los clásicos como un pájaro exótico o como un camaleón. Si la vieráis subirse por los sillones y las sillas para coger el libro del estante más remoto, os parecería que las ardillas conocen el alfabeto romano y también leen. 

Los libros antiguos me dan perspectiva. Me recuerdan que la historia es un juego de carambolas que acaba mal, pero que siempre te da una salida porque lo hace de una forma que nadie había previsto. Yo soy un incondicional del kindle, me parece ideal para viajar y para hacer reposo. Pero los libros antiguos tienen más magia, son como las islas paradisíacas de las novelas de naufragios.

Ahora que todo se instrumentaliza, ahora que todo se convierte en chatarra, ahora que el mundo exterior parece el cadáver de una persona querida, los libros antiguos me vuelven a conmover como cuando empezaba a leer. Me parece que tienen, más que nunca, el misterio inefable de las ruinas, de las fotografías enmarcadas, de los paisajes inmunes al turismo. Quizás porque ya no me queda ni el consuelo de la prensa americana, me hacen sentir partícipe de una gran historia. Sobre todo cuando los encuentro fuera de casa.

El otro día almorzaba con Diana, y me pareció ver de lejos el lomo blanco de un libro sobre Goethe que Palau i Fabre publicó en castellano en los años 40, cuando iba de poeta maldito por Barcelona como un actor sin escenario. “Aquel libro que tenéis ahí -comenté haciendo un poco de teatro- me pone triste. Me hace pensar en Jordi Amat y en otros amigos y conocidos”. 

“Este libro no se puede leer -me dijo Diana, seca como un martillo-, está repleto de signos de admiración.” Me sorprendió que fuera tan severa con Palau i Fabre. A veces ha salido a la conversación el refugio que el poeta tenía en la montaña de Grifreu. Las anécdotas que me cuenta de los artistas de Llançà me hacen pensar en el primer Montmartre o en aquella isla griega que acogió a Leonard Cohen durante la guerra fría, cuando huía de los sabiondos del mundo anglosajón. 

A diferencia de Cadaqués, Llançà parece uno de aquellos lugares que te ayudan a mantenerte en el lado luminoso de la locura. A veces no hay que ser filósofo o tener a mano todos los detalles para saber hacia qué lado caerán las cosas. No hay nada más humano que las ganas de disolverse en un ideal que no te traicione, ni hay nada más normal que ponerse uno mismo la cuerda en el cuello para no pasar la vergüenza de parecer más desamparado que los demás. 

Supongo que para evitar que los catalanistas lo marginaran, Palau intentó hacer ver que estaba contento a pesar de los nazis y los franquistas. “Ya lo sé -me dijo Diana-, Pero hay una manera de poner los signos de admiración que me revienta. Es una manera que solo he visto en textos catalanes y españoles y que me hace pensar en estos perritos que tienen una cola tiesa y corta y la mueven como un ventilador, para que les eches algun despojo.”

Bastante cerca, había otro libro que también me llamaba la atención. En 1927, la editorial Catalonia publicó una antología de escritores traducida al italiano. Josep Pla estaba contentísimo de salir junto a la flor y nata del modernismo y del novecentismo. Se había creído la propaganda de los políticos y ya se veía haciendo vida de estrella literaria por Europa. Cuando volvimos de la playa, me acerqué al libro y dije, con la voz fuerte para que se me oyera bien en la terraza: 

– ¿Ya lo sabe tu madre que en esta compilación de antes de la guerra hay un cuento de mi amigo ampurdanés?”

– Oh, por eso ha pasado casi un siglo y todavía no hemos deshojado las páginas del libro -escuché que me decía la señora Calders, que había llegado sin que yo la oyera por culpa del ruido que hace la tramontana-. Después te daré un cuchillo para que puedas leer la historia de Pietro Brins, l'huomo de Bagur.

Cerca de una edición del Patufet, que me hizo pensar en mis abuelas, había un libro que desconocía. Tenía un título que llamaba la atención, L'art de conspirar i els inconsolables. Enseguida vi que el traductor era Joaquim Ruyra, y busqué el prólogo. Todo iba bien hasta que leí: “Las dos obras de Eugenio Scribe que hoy ofrecemos al público catalán creemos que pueden presentarse sin ningún escrúpulo. Algunas frases, poquísimas, las hemos omitido o cambiado.“

Miré la fecha de edición para saber si podía relacionarla con alguna desgracia, ni que fuera con una invasión de Afganistán. Pensé en TV3 y en estas editoriales que se esmeran en hacer portadas sexys y después rechazan textos para curarse en salud. Me vinieron a la cabeza los locos del país -y del resto del mundo- que en algún momento de la historia dijeron “seguidme” y, como eran sabios, se pusieron en segunda fila para dejar pasar a los impacientes.