Hace unos días, hojeando la edición de papel del Financial Times en casa de un amigo, tropecé con un anuncio inmobiliario que enseguida me resultó familiar. Como lo encontré en las páginas de lujo del periódico, tuve que mirar la imagen promocional dos veces, antes de atar cabos.

El piso que anunciaba el diario británico está en el edificio Winterthur de la plaza de Francesc Macià. La fotografía presentaba una sala exquisita y espaciosa, con vistas a la fachada inglesa que hace esquina con la avenida de Pau Casals. La combinación de ocres y de granates desvanecidos daba a la decoración, pretendidamente moderna, unos ecos burgueses de la Barcelona de los años 20 un poco escenográficos, melancólicos y casposos.

La historia del edificio tiene gracia y explica la manera de operar de una la élite barcelonesa que nunca pierde la ocasión de dar grandes lecciones de cosmopolitismo, pero que después siempre tiende a empezar la casa por el tejado porque no conoce ni la ciudad ni el país. Cuando Winterthur se fusionó con Axa, y el president Quim Torra fue enviado a Suiza, el holding de Maria Reig compró el edificio para construir un hotel de lujo.

La idea era aprovechar la reforma de la Diagonal para repetir el éxito del Hotel Mandarin, que se ubicó en la antigua sede de un banco, en el paseo de Gràcia. De entrada, el holding de Reig captó la cadena de hoteles Edition, que tiene una idea del confort bastante sofisticada y que entonces todavía no tenía un pie en la ciudad. El estallido de la burbuja inmobiliaria, el clima de crisis y, seguramente, la inteligencia de los inversores norteamericanos frustró la operación.

La triste y humillante situación del edificio Winterthur me ha recordado que buena parte de la élite barcelonesa que ataca a Ada Colau y dice que frena el pulso de la ciudad en el fondo tampoco aporta mucho con su mal gusto y con su cultura del dame pan y dime tonto

La reforma de la Diagonal, más accidentada de lo previsto, no dio los frutos que se esperaban y, en 2012, la empresaria andorrana vendió el edificio a un fondo de inversión británico, estrangulada por las pérdidas y por las deudas. El Hotel Edition de Barcelona, del grupo Marriott, se inauguró finalmente cerca del mercado de Santa Caterina, en plena ciudad gótica, ahora hace unos meses. Mientras tanto, el edificio de la Winterthur continúa vacío y muerto de asco.

Con una astucia encomiable, Reig convenció a los británicos de que podrían rentabilizar la compra del edificio vendiendo pisos a 12 millones de euros. De entrada, los diarios explicaron la operación como un éxito de la marca Barcelona, pero los pisos no se han vendido y seis años después la antigua sede de la Winterthur todavía no ha dado frutos a la ciudad. Los anuncios del Financial Times Weekend son una boutique global de todas las bisuterías que no tienen salida. Los bajos del edificio donde estaba General Óptica tampoco se han llenado.

La triste y humillante situación del edificio me ha recordado que buena parte de la élite barcelonesa que ataca a Ada Colau y dice que frena el pulso de la ciudad en el fondo tampoco aporta mucho con su mal gusto y con su cultura del dame pan y dime tonto. Si en vez de vivir en las nubes Reig hubiera tocado de pies en el suelo, el edificio de la Winterthur no sería una mole de cemento muerta en medio de la Diagonal, sino un núcleo de actividad y vida.

La impulsora de Barcelona Global es un buen ejemplo de este tipo de empresarios que restan potencial a la ciudad con sus discursos pretenciosos, falsamente idealistas, y su concepción del lujo acomplejada y provinciana, que siempre se deslumbra con lo más feo de cada lugar. Ahora que Reig ha descubierto que la Diagonal no son los Champs Elysées y que el edificio de la Winterthur está mal orientado y es demasiado chato y panzudo para el gusto de los multimillonarios, dice que pasa más tiempo en Londres que en Barcelona.

A diferencia de Dalí, que sabía que hay que ir del localismo al universalismo, Barcelona lleva demasiado tiempo en manos de empresarios que creen que podrán comerse el mundo sin conocer su país, ni siquiera su capital. Así, es natural que incluso las start-ups se conviertan en una excusa para especular con el parque inmobiliario y que algunos comisionistas se hayan creído que el turismo acude a Barcelona atraído por hoteles y por tiendas que se pueden encontrar en cualquier ciudad del mundo, y no por el espectáculo genuino que ofrecen las formas de la vida catalana.