Leyendo el magnífico artículo de Tian Riba titulado Guerra y paz, en el que, a partir de varios ejemplos, mostraba la deriva semántica de los discursos políticos mediante eufemismos de marca blanca para domesticar a la ya adiestrada masa de votantes, pensé en Felipe González y en los jarrones chinos, lítote que él utilizó para describir afectuosamente el papel de los expresidentes del gobierno en barbecho. “Los expresidentes somos como jarrones chinos en apartamentos pequeños”, dijo, para añadir: “Todos les suponen un gran valor, pero nadie sabe dónde ponerlos y, secretamente, se espera que un niño les dé un codazo y los rompa”. La frase —construida gravitatoriamente en torno a un brillante eufemismo como el del jarrón chino— es, básicamente, una burla, porque Felipe González no pensó nunca en acabar en el fondo de un cubo, roto y lleno de polvo, sino que quiso renacer como oráculo, y una vez apagada su aura sobre las nuevas generaciones, decidió renacer como bomba incendiaria dentro de un socialismo que un día controló con mano de caudillo. Si es por falta de amor, no lo sé, pero convertido en un socialista de falsa bandera, González ha sido adoptado por los universos periodísticos que le hacen la pelota y lo tratan de "don", cortesía cortesana que ayuda a hacer de su boca un jarrón chino desbordado de flema.
Esta semana, don Felipe ha aparecido con su antiguo compañero de guerra, don Alfonso, y juntos parecían, el uno, un jarrón chino, y el otro, un botijo, y no por su apariencia —más bien enjuta—, sino por su calidad moral. Parecía que la vida los hubiera separado definitivamente, pero he aquí que, treinta años más tarde, reaparecieron juntos, compartiendo amoralidad y tufillo a extrema derecha. Iba a utilizar la expresión extremaunción ideológica, pero los vi muy satisfechos de haberse conocido, como cuando eran jóvenes, y en ciertas clandestinidades se decía que eran dos hombres que formaban parte de una operación preparada por la CIA para que España pasara de una dictadura a una democracia sin marxismos. ¿Se acuerdan de aquella brillante frase que pronunció Felipe en el año 1979 en el XXVII Congreso del PSOE? "Hay que ser socialista antes que marxista". Y allí juntos, esta versión cutre de Andy y Lucas daba la sensación de que malvivían entre la vergüenza y el asco. Y lo hicieron en Sevilla, evidentemente, ciudad en la que son tratados, sobre todo Guerra, como califas.
Nunca me gustó Alfonso Guerra, un graciosete que hizo de la política una mezcla entre checa y club de la comedia, mostrando unas tablas de político humorista del tipo de Los Morancos. Querida hemeroteca. Don Alfonso, un estadista de Hacendado, vivió de la teta política desde que dejó el cargo de vicepresidente, y como diputado, desaparecía y aparecía en el Congreso de los Diputados, casualmente, siempre dispuesto a castigar con retórica constitucionalista cualquier catalanidad. Guerra, conocido en Sevilla como don Arfonzo, es un catalanófobo de manual.
En la vida, hay que saber escoger bando, y estos dos se han pasado al otro lado
Curiosamente, tuve la oportunidad de conocerlo de la mano de unos sevillanos, pero me negué excusando tener un mal día. “¿Es que no te cae bien don Arfonzo?”, me preguntaron, como si rechazara ir a una visita papal. Quien me acompañaba sí aceptó la invitación, pero yo preferí quedarme en el hotel, convencido de que el encuentro con don Arfonzo sería como una tremenda resaca. Entonces, en plena caída en el alcoholismo, preferí la compañía de un mal vodka a la de un cazador de recompensas catalanófobo. Todo lo que se pueda decir de don Arfonzo ya lo dijo Jorge Semprún a sus memorias.
A diferencia de don Felipe, portador de una falsa modestia desacomplejada, don Arfonzo tiene una soberbia acomplejada por injustificada. Ejemplo de ello es su obra publicada. Haciendo una revisión de sus libros, me cautiva comprobar cómo los títulos definen la personalidad inflada de un político que se cree un intelectual poseedor de la suprema verdad. Cuando el tiempo nos alcanza: memorias 1940-1982, Dejando atrás los vientos: memorias 1982-1991, Una página difícil de arrancar: memorias de un socialista sin fisuras, La democracia herida, Diccionario de la izquierda y La España en la que creo. Ni que fuera Benito Pérez Galdós. A diferencia de don Arfonzo, don Felipe tiene pinta de preferir ser escuchado que leído, porque tras la fortuna acumulada calentando sillas en consejos de administración, cualquier cosa que te paguen por un libro es calderilla.
Charlie Kirk, el hombre que murió de su propio veneno, era el paradigma de un tiempo en el que todo el mundo puede decir la tontería más turbia y encontrará un nicho de personas dispuestas a propagarla como la peste. Don Felipe y don Arfonzo son de otra generación, analógica, por supuesto, y de pana, pero si de Guerra no se puede esperar demasiado porque ni el continente ni el contenido están a la altura del egocentrismo del personaje, de Felipe se esperaba un poquito más. Sobre todo, la gente de izquierdas, por considerarlo un caradura con cierta pátina de estadista. Lamentablemente, don Felipe se ha convertido en una caricatura de Aznar.
Este reencuentro con aires de zarzuela se entiende leyendo la crónica de aires arcaicos y ramplones del Diario de Sevilla. El reencuentro entre don Felipe y don Arfonzo se produjo en el Patio de la Montería del Real Alcázar de Sevilla y el objetivo era entregar a ambos el Premio Manuel Clavero. Los discursos fueron los propios de dos ancianos nostálgicos de una España que vuelve como la acidez de estómago. Dice la crónica que “hay un PP al que le gusta mucho Guerra”. Y también González. En la vida, hay que saber escoger bando, y estos dos se han pasado al otro lado. Los dos jubilados galardonados hablaron, entre chirigotas y aplausos, de la amnistía y de la reforma fiscal promovida desde Catalunya. Siempre Catalunya como problema. Sin Catalunya, don Felipe y don Arfonzo serían una mota de polvo en el tiempo.