Dice el presidente del gobierno, Pedro Farsánchez, que el de-ene-i de Puigdemont cuesta nueve leuros y no sirve para nada, que no vale para hacer ninguna gestión administrativa, que sólo es un carné simbólico, como si eso fuera ahora un inconveniente, y como si la burocracia lo fuera todo en esta absurda vida. Los símbolos son más útiles de lo que parecen, y la presidencia simbólica del Muy Honorable Don Carles Puigdemont tiene una autoridad, una dignidad, una majestad presidencial como no la habíamos visto en la reciente historia de Catalunya desde los tiempos del venerable Francesc Macià. Lo importante no es lo que piense yo o usted o la Guardia Civil del gran exiliado, lo importante es lo que piensa el pueblo, que le adora de una forma irrepetible. Lo importante es que es el último héroe de nuestra época, el último subversivo, el último de los descontentos, la última esperanza, por ahora, de un mundo donde todo está previsto, conchabado, para fastidiarte. Con el de-ene-y español obligatoriamente encasillado en la boca para que te calles. Lo importante de verdad no es lo que piense el carcelero mayor de España sobre Puigdemont, porque todos sabemos que Pedro Farsánchez no piensa nada ni cree en nada ni ama a nadie salvo a él mismo, protagonizando uno de los episodios más hilarantes de homosexualidad autorreferencial y autóloga, el de un onanista político desprovisto de cualquier impedimento o represión. Cuando Salvador Dalí supo que se podía volver a casar, por segunda vez, con su mujer Gala, por el rito copto, se sintió reconfortado y agradecido a este cochino mundo. Sencillamente porque esta posibilidad adicional egipcíaca no añadía ni quitaba nada al vínculo matrimonial vigente que ya tenía. O lo que es lo mismo, el segundo matrimonio no servía para nada. El formidable figuerense fue tajante en este caso: “Algo que es sagrado y que no sirve para nada de nada, esto es para Dalí”. No intenten explicarlo al presidente Farsánchez, ni a ningún militante del PSC, que no les entenderán. Precisamente porque son del PSC y se abrazan con la represión, como el eurodiputado Javi López con Javier Cercas. Entrañables, de negra entraña.

Pero tampoco es verdad que el carné del Consell per la República Catalana sea absolutamente inútil. Fíjense atentamente en el diseño del objeto, miren con detalle el logotipo de la entidad, que parece más bien destinado a una unión de comerciantes que a una institución subversiva y alternativa a la legalidad española. Y decorada con un gris soviético. Y con la podrida manía de representar siempre, siempre, la bandera catalana desnudada del oro heráldico de la Real Enseña de la Muy Alta y Real Casa de Barcelona y de Aragón. El carné de Puigdemont sirve, como mínimo, para darse cuenta de que, algunas veces, el presidente exiliado no siempre tiene a los mejores ayudantes y colaboradores, que es un hombre excesivamente solo, abandonado por muchos, como denunció recientemente Quim Torra, un líder acosado por la posibilidad cotidiana de un atentado, de un envenenamiento, de una venganza criminal sobre alguna persona cercana. El de-ene-i independentista es muy mejorable por fuera y por dentro, no hay duda en eso. Pero cuando vemos a Pedro Farsánchez intentando protegernos para que nos ahorremos los nueve euros del carné de Puigdemont, él que nos ha propuesto como alternativa al president una mente tan privilegiada como Salvador Illa-Isla, seríamos capaces de hacernos el carné de marras varias veces y pagándolo todas ellas. Que para eso nacimos catalanes, para eso.