Esta semana han aparecido dos esteladas nuevas en casa. Le pregunto a la de trece qué quiere hacer con ella y me dice que la quiere para la pared de su habitación. Seguidamente miro a la de dieciséis y le pregunto si piensa hacer lo mismo: “primero la llevaré a la mani”. “Iré con la camiseta del Barça y la estelada”. Me explica que irá con sus amigas y me pregunta si tengo sitio en el coche para traerlas de vuelta después de los conciertos. “¿Mola ir a la mani?” “Mola ser indepe y por eso vamos a la mani”. No le ha gustado que insinuara ligereza en su idea de manifestarse el día 11. Supongo que hay un recuerdo que me ha llevado a pensarlo. Ella, por suerte, lo ha olvidado; yo lo tendré siempre presente para evitar que esto del país les resulte pesado: diría que era en 2016 o 2017, en pleno procés, ella tenía 7 u 8 años, y nos dijo: “¿De verdad tenemos que ir a otra manifestación? Id vosotros, yo no quiero ir más”. Le hicimos bastante caso. Que no lo recuerde debe ser buena señal.
Lo que no tenía identificado, después de cómo reaccionó el independentismo a los hechos de 2017, es que ser “indepe” y llevar la estelada vuelva a “molar”
Retomo el hilo de cómo dice que irá vestida, porque me lo dice para reforzar lo que son claramente símbolos de identidad: la camiseta del Barça y la estelada. No hay duda de que desde hace cuatro o cinco años ser del Barça vuelve a molar. El presidente Laporta ha cumplido la promesa de “devolver la alegría al barcelonismo” con creces. Y con la alegría, el orgullo. Ahora te encuentras a gente joven vestida del Barça por la calle, en la escuela, en los conciertos e incluso en alguna discoteca. Lo que no tenía identificado, después de cómo reaccionó el independentismo a los hechos de 2017, es que ser “indepe” y llevar la estelada vuelva a “molar”. Al menos para algunos jóvenes. En este caso no son de ninguna entidad ni están politizados, pero son indepes.
No me atrevo a pronosticar que este comportamiento sea mayoritario entre la juventud, aunque por lo que he ido preguntando es frecuente. Ni que, tal como en su día conocimos al catalán enfadado, de esta Diada surja el independentista festivo. Pero es un perfil nuevo. Es un independentista que vive desconectado de la política y de los partidos. Que no está enfadado —unos, porque son jóvenes, no vivieron el procés; otros porque pasan de los políticos; otros porque son obstinados—, pero expresan una catalanidad irreductible con la estelada. Expresan con alegría y despreocupación un rotundo “no nos haréis españoles” simplemente porque no les da la gana. La existencia de este independentismo justifica lo que se hace en la Diada: los actos, los conciertos, las ofrendas, la manifestación. De hecho, es lo que se ha hecho toda la vida. ¿Significa esto que quiero volver al apoyo escaso de los años 90? No, vamos a mirarlo al revés. La semilla del 17 viene de aquel independentismo sociológico. Al actual lo llamo festivo porque contrasta con la mala leche que hay dentro de la política. Sería más correcto llamarlo sociocultural —pero no describe bien la actitud de estos jóvenes— o identitario, en el sentido de que es con lo que se identifican —pero puede prestarse a confusión.
Pues bien, este independentismo festivo es una esperanza para el movimiento independentista y un gran reto para quien quiera darle sentido político. ¿Quién puede liderarlo y cómo? ¿Cómo se hace viable para evitar una nueva frustración? La batalla política y mediática de esta Diada será sobre el número de asistentes. Ya os lo avanzo: habrá menos que durante los mejores años del procés. Pero os lo recuerdo: habrá muchos más y más transversales y representativos que en los 90. Faltarán los que se perdieron al terminar el momentum, los enfadados, los que han encontrado una nueva luz —peligrosísima— y los que les da pereza si no tiene sentido político. Pero el análisis cualitativo debería centrarse en el independentismo festivo.