Ha sido necesario que transcurrieran cinco años para que el independentismo recuperara el color turquesa. Este era el color que identificaba la candidatura unitaria de Junts pel Sí formada per Convergència Democràtica de Catalunya, Esquerra Republicana de Catalunya, Demòcrates de Catalunya i Moviment d'Esquerres, con la participación de Avancem y Reagrupament Independentista y el apoyo de Catalunya Sí, Solidaritat Catalana per la Independència y Estat Català. Fue la candidatura ganadora en las elecciones de 2015, con 62 escaños. Fue una candidatura nacida con fórceps, lastada por las indisimuladas zancadillas entre CDC y ERC. Entonces Carles Puigdemont era un actor secundario, que pasó a primera línea por la oposición de la CUP a investir a Artur Mas (que ni siquiera fue cabeza de lista), lo que forzó tener que buscar una alternativa. Nadie creyó que Raül Romeva pudiera convertirse en presidente, a pesar de que había encabezado la lista por Barcelona. Finalmente, Carles Puigdemont, que era presidente de la AMI y había ocupado la tercera posición de Junts en la lista de Girona, detrás de Lluís Llach i Anna Caula, fue el elegido presidente. El resto de la historia es suficientemente conocido. Junts pel Sí se disolvió al día siguiente de la proclamación de la República y de la aplicación inmediata del 155.

Carles Puigdemont siempre dice que se sentía muy cómodo liderando aquella coalición, salvo en los momentos finales del procés, cuando los múltiples sectores independentistas se retaron para demostrar cuál era el más valiente (las “155 monedas de plata” perseguirán a Gabriel Rufián toda la vida). ERC y Oriol Junqueras, en cambio, nunca se sintieron cómodos dentro de aquella coalición. Sus gurús ideológicos reprochaban a los republicanos que hubieran aceptado la “disolución” ideológica del rojo izquierdista en el turquesa que incluía el azul de los convergentes. El sistema de partidos catalán es hoy una sopa de letras, con infinitas ofertas, precisamente por la obsesión compartida entre ERC y los partidos posconvergentes (PDeCAT, PNC, Lliures, Lliga, Convergents, y seguro que me dejo alguno) para marcar con un trazo muy grueso el perfil ideológico de cada grupo. Ahora les une, paradójicamente, la rebaja soberanista. Al día siguiente de la aprobación del presupuesto de la Generalitat de este año, David Bonvehí publicó un artículo para criticar la subida del impuesto de sucesiones aprobada con el voto favorable de Junts per Catalunya, que era, se suponía, su grupo parlamentario. La derecha está obsesionada con bajar los impuestos y si algo ha demostrado la pandemia es que esta posición es suicida. Sea como fuere, los extremos siempre se tocan y por eso el ideologismo impregna la acción de ERC, el PDeCAT y los otros esquejes posconvergentes. De la CUP no es necesario hablar, puesto que es una coalición de grupos antisistema y, en realidad, antigubernamental, a los que no les gusta gobernar.

Junts, como la Crida, pretende fusionar lo mejor de lo mejor de esa parte de la sociedad que está dispuesta a integrarse en un centro radical tal como definió el sociólogo Anthony Giddens a las fuerzas del cambio en la Gran Bretaña posthatcheriana

Las peleas en el seno de Junts per Catalunya entre las distintas facciones del PDeCAT (los oficialistas del dúo Pascal-Bonvehí y las dos tendencias que perdieron el congreso de 2016: Rull y Turull), acrecentadas por los recelos ante los protagonismo de los independientes, mayoritariamente situados a la izquierda, invitaron a buscar una nueva fórmula organizativa que se tradujo en la constitución de la Crida. He publicado varios artículos sobre qué quería ser la Crida y por qué fracasó. No me equivoqué. Y la prueba es que ayer se cerró el ciclo y el artefacto que nació el 28 de octubre de 2018 en Manresa ha iniciado el proceso de disolución —o de hibernación—. El amarillo corporativo de la Crida no coloreó el ambiente de felicidad, que es uno de los significados de este color, sino que comportó celos, envidia e inoperancia, que es una de las enfermedades políticas más graves que puede afectar a un político. A pesar de tomar la decisión de congelar la Crida ante las elecciones generales de 2019, el “hambre” ideológico de la dirección del PDeCAT tuvo como consecuencia los destrozos que la convirtieron en menos que un club.

Carles Puigdemont y Jordi Sánchez han perdido dos años mientras rumiaban cómo volver al turquesa. Puesto que no se dejan aconsejar y no pueden evitar quererlo controlar todo, lo que habría podido ser un proceso ágil, alentador y calmado de reconstrucción de un espacio político híbrido, alineado con el progresismo, el ecologismo, el feminismo, con los derechos LGBTQ y los derechos nacionales, ahora se ha convertido en un sprint condicionado por las premuras electorales. Junts, como la Crida, pretende fusionar lo mejor de lo mejor de esa parte de la sociedad que está dispuesta a integrarse en un centro radical tal como definió el sociólogo Anthony Giddens a las fuerzas del cambio en la Gran Bretaña posthatcheriana. Que Tony Blair destrozara la propuesta no la invalida. Es lo que está buscando todo el mundo desesperadamente. Andrea Rizzi, jefe de la sección de política internacional del diario El País, publicó el pasado sábado el artículo “Ni rojo ni verde; quizás, marrón: la fusión social-ecologista como baza contra el declive progresista”. La tesis está muy bien sintetizada en el título. El pensamiento antidogmático es resultado del cruce de propuestas que proceden de distintas ideologías con la finalidad de conseguir una sociedad más justa, más equitativa, más democrática y más solidaria. El color turquesa que ha elegido Junts para identificarse es infinitamente más inspirador —porque incita al confort y al bienestar, y comporta transparencia y sosiego—, que no el marrón, una tonalidad que asociamos, de entrada, con la mierda y no con la solemnidad del roble. Habrá que esperar a ver cómo gestionan el nuevo partido los que no supieron gestionar el anterior.