En los últimos años, parece más fácil perderse que encontrarse, olvidar que recordar, echárselo todo a las espaldas que no dejar pasar ni una, o bien ceder antes que insistir. La semana pasada está llena de ejemplos de ello: estalla un incendio terrible y mortal en la ciudad de València y los primeros periodistas valencianos que dan la noticia en TV3 preguntan por el hecho a vecinos del barrio de Campanar y les contestan en valenciano. Horas más tarde, cuando los periodistas de Sant Joan Despí han llegado a la capital del País Valencià y se hacen cargo del seguimiento de la información, la gente de la calle habla a cámara en castellano. Y no son "cosas del directo": son las cosas que suelen pasar cuando ahora en TV3 se entrevista a gente de Barcelona y alrededores. ¿Es esta la españolización que para algunos dirigentes o presentadores y presentadoras de la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals ya se ha convertido en tendencia?

En pocas horas, de un día para el otro, se ponía de manifiesto un cambio de perfil lingüístico de un barrio que social y urbanísticamente había sufrido una nueva destrucción identitaria un cuarto de siglo antes, cuando la coordinadora Salvem el Pouet perdió la batalla ante la especulación inmobiliaria. Como explica Víctor Maceda, desde Salvem el Pouet se quería preservar un conjunto patrimonial único, que combinaba "una huerta periurbana de alto valor ecológico y construcciones con muchos siglos de historia, las cuales tenían su origen en la época musulmana".

A las ruinas del fuego solamente las pueden acompañar dos alquerías que esquivaron la voracidad urbana de finales del siglo XX, ahora parecen más elementos decorativos que fragmentos de un pasado y de una historia

El Pouet y el viejo pueblo de Campanar sufrieron una transformación total. Los caminos rurales, las acequias y las hijuelas fueron sustituidos por grandes avenidas y edificios de muchas alturas que podían convertirse en poco tiempo en devoradores de vida y de hogares. Ahora los diarios se llenan de fotografías de la barbarie y muy pocos recuerdan cómo era el nuevo/viejo Campanar. A las ruinas del fuego solamente las pueden acompañar dos alquerías que esquivaron la voracidad urbana de finales del siglo XX. Ahora parecen más elementos decorativos que fragmentos de un pasado y de una historia. Nos dice Maceda que son como testigos mudos de la derrota. O más bien en plural: de las derrotas. Las sociales, las urbanas y las culturales. Y las políticas.

Leía hace poco en un diario que a los isleños les parecía más fácil renunciar a hablar en la lengua propia en los hospitales de Mallorca —ahora que Vox no lo considera saludable— que empeñarse en seguir hablando bufeta del fel y de la melsa. Pero no hay que ir hasta Mallorca si se buscan ejemplos. También en una habitación de un hospital de Barcelona puede acabar pareciendo más fácil pedir una funda de almohada a una auxiliar que no explicarle que coixinera no es precisamente la señora que cocina... Y si acaba ganando el auxiliar el rompecabezas lingüístico, ¿cómo no rendirse de entrada a todo un señor médico —o señora médico, de primaria o de la especialización que sea—, a quien ni siquiera se le pasa por la cabeza que poder hablar de cómo te encuentras en tu lengua es ya, de por sí, un primer alivio?

De hecho, si hay un ámbito en que hay que defender el catalán como primer instrumento de mejora, es el sanitario. Porque no solamente nos jugamos la salud. Nos jugamos también la cultura, la expresión cotidiana de los afectos y el bienestar... Y la humanización de una identidad que la barbarie quema.