El próximo otoño hará ocho años del acto de soberanía más importante que se recuerda en la historia de Catalunya de los últimos trescientos años. Tanto es así, que sus dos principales responsables, el president Carles Puigdemont (Junts) y su vicepresidente, Oriol Junqueras (ERC), todavía no pueden ejercer con plenitud sus derechos políticos aunque el parlamento del Estado que decidió perseguirles ha decidido ahora amnistiarlos. Puigdemont está todavía en el exilio de Waterloo, y las previsiones más optimistas no sitúan su retorno a Catalunya antes de dos años si no quiere ser detenido; y Oriol Junqueras no podrá volver a ser candidato a unas elecciones hasta el 2030. Se mire como se mire, y una vez han sido amnistiados, es una anomalía democrática y jurídica que el tribunal que les condenó, el Supremo, no acepte la voluntad del legislador y fabrique delitos inexistentes —una presunta malversación insostenible— para mantenerlos, en la práctica, privados de plena libertad. Que ello suceda cuando el Tribunal Constitucional ha avalado la amnistía, roza el esperpento. Y que el garante de la Constitución parezca prisionero de la voluntad de los jueces del Supremo, difiriendo la respuesta sobre la petición de cautelarísimas de Puigdemont y el conseller Toni Comín hasta pasadas las vacaciones, solo hace que subrayar la profundidad del despropósito. El president Salvador Illa puede reabrir cátedras de catalán en China mientras Puigdemont tiene que convocar a sus fieles en la clandestinidad aunque sea a plena luz del día, como ha hecho este domingo en la celebración del quinto aniversario de Junts, al otro lado de la frontera. Por eso, mientras no se resuelva este disparate, la presunta normalidad catalana postprocés será una inmensa cortina de humo para tapar las vergüenzas de un Estado profundamente demofóbico que, como ha sucedido en otros momentos de la historia en general, y en la relación con Catalunya en particular, si pudiera nunca haría prisioneros.
Puigdemont reunió a sus seguidores en Prats de Molló, en el Vallespir, en la Catalunya Nord, desde donde, el año que viene hará un siglo, el después presidente Francesc Macià lideró un intento de invasión de la Garrotxa, al frente de dos columnas de Estat català, para proclamar la república catalana. Desde este escenario atravesado por la historia, Puigdemont declaró que Junts está viva; y, desde luego, él también. Pronto hará un año, el president lanzó exactamente el mismo mensaje –"Encara som aquí", con un claro eco del "Ja sóc aquí" de Josep Tarradellas- cuando apareció por sorpresa en el Arc de Triomf, en Barcelona, en plena investidura de Illa, y se marchó de nuevo al exilio en Waterloo esquivando todos los controles policiales conocidos y desconocidos. Este domingo, se dirigió explícitamente a los que han enterrado a Junts "seis veces" y todavía lo enterrarán una "séptima": "¡Que us bombin!", estalló, con justa sorna, como fue justa la sorna del autor de la frase, el exalcalde Xavier Trias. Para quien tenga dudas, dentro o fuera, Sánchez, Illa, Junqueras... Puigdemont, advierte que no ha pensado en lanzar la toalla.
O Junts y ERC vuelven a conjugar una estrategia común en clave de país o esta época ruda y hostil, llena de aristas, la época de Trump, Orriols y las redes (in)sociales que inquieta a Puigdemont, les pasará por encima
"El espíritu catalán rebrota siempre y sobrevive a sus ilusos enterradores", escribió Francesc Pujols. Y a fe que hasta ahora no la ha errado, el más citado de nuestros filósofos. Posiblemente, la ecuación a resolver es que ahora ya no se trata solo de Puigdemont, o de Junts, sino del país. O de Junqueras y ERC, sino del país. Este es el reto de los dirigentes y partidos que se reclaman del independentismo. O Junts y ERC vuelven a conjugar una estrategia común en clave de país o esta época ruda y hostil, llena de aristas, la época de Trump, Orriols y las redes (in)socials que inquieta a Puigdemont, les pasará por encima.
El independentismo tendrá que convocar una especie de nuevos estados generales para preguntarse si es posible volver a reavivar el sueño que sus dirigentes y sus extenuadas bases invocan o dejarlo correr hasta que la historia proporcione otra oportunidad. En el mientras tanto, Puigdemont y Junqueras tendrán que mantener la posición. Pero la pregunta es si ambos líderes pueden impulsar una reflexión que ahora no tiene que servir para hacer otro procés sino para volver a situar el objetivo –la independencia– en el horizonte de las cosas posibles. O bien, se tienen que limitar a gestionar el complejo día a día sin garantías de nada ni en Madrid ni en Barcelona por parte de los socialistas, los presidentes de los cuales, Sánchez y Illa, han investido a cambio de acuerdos de despliegue lento o hasta ahora inexistente.
La pregunta es si Puigdemont y Junqueras pueden impulsar una reflexión que ahora no tiene que servir para hacer otro procés sino para volver a situar el objetivo –la independencia– en el horizonte de las cosas posibles
El reto del independentismo no es tanto insistir en el volver a hacerlo, sino en el hacerlo bien. Y tendrán que ser nuevos dirigentes, nuevos liderazgos, posiblemente nuevas organizaciones y, por descontado, nuevas estrategias políticas y culturales, las que tendrán que desenterrar el sueño. La base social está desmovilizada pero los motivos que condujeron a una mayoría social a sostener durante una década larga la confrontación democrática con el Estado, la llama que encendió el procés, no han desaparecido. Ni Catalunya está bien financiada, ni el Estado invierte lo que tiene que invertir, ni el futuro del catalán está garantizado ni en la sociedad ni en la escuela, ni tampoco Catalunya puede decidir hacia dónde orienta su economía o cuántos recién llegados más puede integrar. Pero no será suficiente con actualizar el enésimo Memorial de Greuges. Habrá que formular nuevas preguntas. ¿Estamos dispuestos a aceptar el país entero, el que tenemos, con lo que nos gusta y lo que no? ¿O lo preferimos cerrado a cal y canto en el mausoleo de la historia de las identidades (falsamente) inmaculadas? En estas condiciones, es normal que Puigdemont se pregunte si nos podemos permitir colectivamente que el futuro sea administrado por los de la motosierra, los extremistas o "arquitectos del caos", los populistas que viven de la soluciones (falsamente) radicales y definitivas sobre la inmigración o la vivienda. Y más aún cuando les hacen el trabajo a los grandes beneficiarios de la falsa normalidad, aquí y allí. Ciertamente, Puigdemont está vivo, el país no tanto.