En pocos años, el mapa político del mundo ha girado hacia el extremismo de derechas. Los EE. UU., Argentina, hace ocho días Chile, Italia, Hungría o Chequia tienen presidentes o primeros ministros identificados con formas más o menos autoritarias de democracia liberal. Bulgaria, Croacia, Eslovaquia o Finlandia tienen gobiernos de coalición donde este tipo de fuerzas están presentes. En Francia, Alemania y Austria —donde ganaron los ultras— los nacionalpopulistas y compañía no gobiernan porque las grandes coaliciones en contra, que agrupan desde el centroderecha a la izquierda anticapitalista cuando la cosa se pone muy fea, les han barrado el paso. En España, las encuestas indican como hipótesis mucho más que probable un gobierno PP-Vox en la Moncloa, si es que el PSOE que quede después de Sánchez no presta sus votos a Feijóo para impedirlo como, en su día, hizo con Rajoy. ¿Y en Catalunya? El último barómetro del CEO dibujaba un parlamento en el que la extrema derecha independentista, Aliança Catalana (AC), con 19-20 escaños; la españolista, Vox, con 13-14 y la derecha españolista clásica, el PP, con 12-13, alcanzaban entre 44 y 47 escaños en conjunto. Eso es entre el 32 y casi el 35% de los 135 asientos de la Cámara. Actualmente, suman 28, que ya es más del 20%. Sin duda, la política catalana cada vez está más sincronizada con la ola ultra que rompe los diques de contención de las democracias liberales y del bienestar que tanto costó conseguir y tan fácil parece tirar por la ventana.
Curiosamente, cuanto más avanza la tecnología, más crece el voto ultra. Cuanto más nos acostumbramos a pedirle a la IA que piense por nosotros y más penetran los algoritmos de las redes sociales en la conversación cotidiana, más fachas nos volvemos, por decirlo con una palabra antigua, pasada de moda —otra paradoja— pero (aún) muy efectiva para entender de qué estamos hablando. El algoritmo ha cambiado. Del mismo modo que hace 15 años jugaba a favor del primer Podemos o las movilizaciones del proceso independentista catalán, ahora penaliza todo aquello que no se ajuste al paradigma cruel y malote de la derecha radical. En un ecosistema politicomediático que tiende a la polarización, la clave del juego es cuál de los dos polos en disputa premia o castiga el algoritmo en cada momento. En la medida en que la derecha extrema ha dominado el arte de indignarse en las redes, en el que inicialmente era la izquierda populista quien sobresalía, la nueva mayoría de la conversación digital se sincroniza con la calle. Y con las urnas. Y, por tanto, los parlamentos. Trump es el mejor intérprete de la democracia que viene: "Si me votas a mí, OK, si no, es fake".
Si Junts, ERC o el PSC continúan jugando al juego de las sillas con Aliança, el PP o Vox, no pararán la marea ultra
¿Qué hacer? El auge de los extremismos de derechas plantea un serio desafío al liberalismo y la derecha de siempre, como también a la socialdemocracia, aunque la izquierda sistémica se niega a reconocerlo. Todavía sufre de aquel supremacismo moral según el cual, “si un obrero vota a la derecha es que no es de izquierdas”. Este mismo planteamiento lleva a la ilusión de armar frentes de izquierdas para parar a la extrema derecha como han propuesto Tardà o Rufián, en Catalunya y España. Es con los liberales y el centroderecha que la izquierda, socialista o anticapitalista, ha podido contener a la extrema derecha en Francia, no haciendo frentes de izquierdas condenados a perder. Porque allí, la izquierda, los comunistas incluidos, tienen muy claro que al final, la democracia va primero, ¡estúpidos! Lo mismo sirve para los liberales y el centroderecha o la democracia cristiana y socialcristiana, como en Alemania. No es un cordón sanitario. Es un pacto de hierro.
En Catalunya, el dilema no será si se debe pactar o no con Aliança Catalana, o con el PP, o con Vox, sino de qué manera se articula el frente democrático, pero políticamente útil. La confrontación decisiva que viene no es derecha-izquierda sino democracia-autoritarismo, pero democracia útil. Democracia para resolver problemas y mirar a la cara de la gente, no para enquistarlos o taparse los ojos. Democracia para desplegar valores, no dogmas ni catecismos trasnochados. Quien lidere el frente democrático útil, desde la convergencia de fuerzas diferentes con un objetivo común, no deberá plantearse pactar con la extrema derecha, porque no le hará falta. Si Junts, ERC o el PSC tienen claro que la democracia útil debe ir primero, que es entre ellos que deben pactar, no deberán sufrir por si tienen que hacerlo con Aliança, el PP o Vox. Si, por el contrario, continúan jugando al juego de las sillas, por ejemplo, para impedir que uno u otro rival clásico sea presidente, o alcalde, sirviéndose de los malos para conseguirlo, o inflándolos en el Parlament, no pararán la marea ultra. Siempre habrá una silla coja. O demasiado cara de ceder, en términos democráticos y de efectividad ante los problemas. Porque son los demócratas de toda la vida los que, con sus errores, alimentan a los nuevos ultras. Y allí donde esto se entienda, será posible enderezar el algoritmo hacia las políticas de lo posible y alejar —o mantener a raya— las distopías del odio y las soluciones finales que solo trasladan los problemas a los demás.
Feliz Navidad.
