Pasó muchas y muchas veces. Por la noche, cerrabas el ordenador, aquellos armatostes que salían en las redacciones de diario de las películas americanas, para ir a casa, y sonaba el teléfono; o, la mayoría de las veces, alguien de la sección de cierre, la oreja pegada a la radio, se levantaba: atentado de ETA. Y volvíamos a ponerlo todo en marcha para que la edición del día siguiente, ya prácticamente cerrada, recogiera el triste balance del enésimo coche-bomba o el tiro en la nuca.

A menudo, todo sucedía lejos —hace veinticinco años todavía tenía sentido hablar de distancias—, en Euskadi, en Madrid, en cualquier ciudad española. Otras veces, muy cerca. No olvidaré nunca el día cuándo alguien llamó al teléfono de mesa de la redacción del Avui —había muy pocos móviles, aquellas motorolas enormes, auténticos zapatófonos de tebeo de Mortadelo y Filemón—, como casi siempre, de noche, y me dijo que habían matado de un tiro a Ernest Lluch. En el aparcamiento de su casa, en Barcelona. Una parte de los libros del político socialista está en la Biblioteca Ernest Lluch de Vilassar de Mar, el pueblo del Maresme donde nació. Yo vivo allí. Cuando voy a la luminosa biblioteca, siempre miro la sección donde está la colección de Lluch.

Era público y notorio que, durante los sangrientos años ochenta, el siniestro cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo, en San Sebastián, era el mayor centro de torturas activo en la Europa occidental

Y era público y notorio que, durante los sangrientos años ochenta, el siniestro cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo, en San Sebastián, era el mayor centro de torturas activo en la Europa occidental, como ayer recordaba en una entrevista a El Nacional.cat el director del diario Berria, Martxelo Otamendi, en su día detenido injustamente y víctima de torturas. Era la Zona Especial Norte, un plan diseñado por el ministro del Interior José Barrionuevo en tiempos del gobierno socialista de Felipe González. Eran los tiempos de los GAL. Lo sabíamos por las canciones de Kortatu y otros grupos del rock radical vasco. Bailábamos —es una manera de decirlo— el pogo en los conciertos de punk y las fiestas populares.

ETA, aquello, acabó hace diez años, el 20 de octubre de 2011, cuando la organización cesó toda actividad armada. Unos meses antes, el 2 de mayo, el presidente Barack Obama anunciaba que el líder de al Qaeda, Osama Bin Laden, había sido fulminado en su casa de Pakistán por un comando especial del ejército norteamericano. ETA, que era un producto de la dictadura franquista y de la guerra fría —optó decididamente por la "lucha armada" en la oleada revolucionaria del mayo del 68—, se acabó cuando la gente se hartó —también una buena parte de los suyos y cuando la yihad global convirtió el mundo después del 11-S en una prisión de alta seguridad.

El 4 de mayo del 2018, seis años después del cese de la violencia, ETA anunció la disolución en una carta donde no hacía mención de las víctimas. Eso es lo que ahora, el líder de Bildu, Arnaldo Otegi, ha corregido, seguramente también tarde, con una declaración que, paradójicamente —o no tanto— ha caído como una jarra de agua fría sobre el patio recalentado como el cañón de una pistola humeante en que se ha convertido la política española. Cualquier persona demócrata se tendría que haber alegrado. ¿Por qué la derecha española y una parte del PSOE —no todo él, quede claro— han sacado las uñas ante el reconocimiento de Otegi del dolor causado a las víctimas de ETA y la enmienda a los 50 años de terrorismo: "nunca se tendría que haber producido"? ¿Tendremos que decir que molesta ahora más la izquierda abertzale que durante los años de plomo?

¿Cómo explicaría España la excarcelación de los últimos 200 presos de ETA con delitos de sangre mientras Puigdemont continúa en el exilio por una declaración de independencia suspendida y sin efecto?

Tampoco ha gustado al PNV, y al lehendakari Iñigo Urkullu, la declaración de Otegi. Urkullu se ha enfadado porque Otegi soltó al día siguiente que claro que votaría a favor de los presupuestos de Pedro Sánchez si los 200 presos de ETA fueran excarcelados. Bildu es una de las fuerzas que invistió a Sánchez, como cada día recuerda Pablo Casado al presidente del Gobierno y ya le votó los presupuestos. Durante muchos años, los dirigentes políticos españoles, y los lehendakaris y políticos del PNV —hablo de Juan José Ibarretxe, pero también de José Antonio Ardanza, de Josu Jon Imaz y, por supuesto, del traspasado Xabier Arzalluz— aseguraban a todo el mundo que les quisiera oír que todo sería posible si ETA abandonaba la violencia. Simplemente se trataba de que la izquierda abertzale, la antigua Herri Batasuna, los de Otegi, hicieran política. Eso es lo que está haciendo ahora Otegi, política, y por eso molesta a los de siempre en España y también al PNV.

Ahora que ETA ya hace tiempo que es historia —y pronto será olvido— en Catalunya hay más miedo que en Euskadi

El partido de Urkullu, que en Catalunya tiene fama de hacerlo todo bien, seguramente más por los errores de aquí que por sus aciertos, ve que, por primera vez, su hegemonía en el campo soberanista se puede tambalear. A menos dolor, menos miedo, más libertad, en todas partes. Y ahora que ETA ya hace tiempo que es historia —y pronto será olvido—, en Catalunya hay más miedo que en Euskadi. Los aparatos del deep state, como evidencia la revancha del Tribunal de Cuentas, creen que todavía no se han cobrado la factura del 1-O y el otoño del 2017. ¿Cómo explicaría España la excarcelación de los últimos 200 presos de ETA con delitos de sangre mientras el president Carles Puigdemont continúa en el exilio por una declaración de independencia suspendida y sin efecto? En el fondo, Catalunya nunca ha dejado de ser el auténtico problema.

A diferencia del PNV, la izquierda abertzale no ha renunciado a nada y, por primera vez, tiene las manos libres. Y limpias.

En Euskadi, el escenario es otro. El campo de juego se está abriendo de par en par, poco a poco, lentamente, como cae el txirimiri, pero sobre seguro. Por eso los comunicados tardan años en hacerse. A diferencia de los nacionalistas del PNV, que han aceptado el statu quo —ciertamente envidiable— de los conciertos económicos y la autonomía foralizada como estación final, la izquierda abertzale no ha renunciado a nada y, por primera vez, tiene las manos libres. Y limpias. La política puede incomodar más que las pistolas.