Digámoslo sin eufemismos. Si los deseos expresados (a menudo, vomitados) en la red social X (antes Twitter) se hicieran realidad, centenares de miles, si no algún millón, de personas tendrían que ser expulsadas de Catalunya y expatriadas a sus países de origen en el sur global o en la Europa del este, de Colombia a Rumanía pasando por Marruecos o Pakistán, para restablecer lo que sería el —para los que así dicen pensar— deseable paisaje de una "Catalunya catalana". Se trataría, para empezar, de pulsar el botón "atrás" de la máquina del tiempo y situarnos a 1 de enero de 2022, cuando todavía no habían llegado al país 126.309 personas con nacionalidad no española, responsables del 90,13% del incremento poblacional total a 1 de enero del 2023, que fue, según los datos del padrón de 140.140 habitantes. Esto, para empezar. Ampliando el foco, en 35 años hemos pasado del "Somos seis millones", como sintetizaba el famosísimo eslogan de la factoría Pujol, culminación de un pensamiento pragmático e inclusivo, aunque no gratis total con la inmigración —pedía, al menos, no ser hostil a la catalanidad— en la, para muchos y muchas, distópicamente irreconocible Catalunya de los 8 millones de Aragonès, en la que todos los equilibrios parecen a punto de romperse.

Es un fantasma que recorre Europa y todas las sociedades del primer mundo: el miedo de una quiebra del sistema de bienestar social por overbooking o sobresaturación de demandantes y beneficiarios sobrevenidos de quién sabe dónde. Ni Catalunya ni España son ninguna excepción a este fenómeno. Y las reacciones de mucha gente, hoy todavía mayoritariamente escondidas bajo el anonimato en la barra de X, transitan sin escrúpulos por los peligrosos carriles de la xenofobia y el racismo banal, de los que forma parte la autodefensa pueril del "y tú más" o el "yo no soy racista". Los seguidores reales o figurados de Sílvia Orriols, o de cualquiera que cuestiona el buenismo del discurso gubernamental sobre las problemáticas asociadas a la inmigración, argumentan que la alcaldesa de Ripoll de ninguna manera es de extrema derecha porque es independentista. Pero no hay que ser experto en hermenéutica para ver que su discurso y su activismo antiinmigración encajan perfectamente con la islamofobia que destilan un Abascal o una Meloni. Con lo que dicen y con lo que callan. Que Orriols sea independentista, es decir, partidaria de una causa de liberación nacional perfectamente legítima, democrática y mayoritaria en el Parlament de Catalunya —y determinante en España— es el escudo perfecto para blanquear un discurso como mínimo xenófobo y, a la vez, levantar cualquier reserva moral para suscribrirlo de personas honestas y realmente preocupadas por los efectos de una avalancha inmigratoria sin ninguna regulación.

Es la falta de política sobre la inmigración lo que favorece el crecimiento del extremismo reduccionista que hace del inmigrante el chivo expiatorio, el culpable de todo

Las actitudes excluyentes, los microfascismos, crecen a base de alimentar la lógica preocupación de ciudadanos y ciudadanas que poco o nada tienen de xenófobos o racistas ante la ausencia de respuestas a sus miedos, reales o no tanto. Los miedos se multiplican con o sin base, o simplemente como respuesta preventiva, cuando la política real calla, o lo que es lo peor, disfraza los problemas o la percepción que se tiene de ellos. En este tema sobra tanto el griterío como el exceso de silencio. En vez de hacer aspavientos, la política real debería empezar por reconocer que es la falta de política sobre la inmigración lo que favorece el crecimiento del extremismo reduccionista que hace del inmigrante el culpable de todo. Ya sea de los lamentables datos del informe PISA sobre la enseñanza o —atención— de las restricciones al consumo de agua que, a partir de enero, se podrían generalizar como consecuencia de la sequía. Lo cual es doblemente inquietante.

Los inmigrantes, que poco o nada tienen que ver con la falta de una política de inversiones decidida para evitar la emergencia hídrica, volverán a ser el chivo expiatorio como ya lo son de la incompetencia legal y policial ante los fenómenos de criminalidad, que rápidamente salpican a todo al colectivo en la conversación pública, en la esfera mediática y, sobre todo, digital. De hecho, el propio gobierno Aragonès cayó en la trampa de atribuir al peso de los escolares de origen migrante el desastre escolar catalán. Tampoco es ningún secreto que, a las puertas de un año electoral, en 2024, cuando se celebrarán las europeas, pero quizás también las catalanas, por poco que se adelanten, existe inquietud en ERC y Junts por la exposición de una parte de sus electorados a las tesis de Orriols como respuesta a las problemáticas que automáticamente se asocian a la inmigración.

Catalunya tiene un crecimiento natural negativo de la población desde 2018. Es decir, que mueren más personas que nacen. Sin la aportación poblacional de personas migradas, ahora se perdería población. Cuando se habla de las obvias consecuencias que comporta recibir una oleada de inmigración masiva, que proviene mayoritariamente de marcos sociales y culturales diametralmente opuestos a los de la sociedad liberal europea, habría que poner en el otro platillo de la balanza otras lógicas que hacen irreconocible al país. ¿Por qué ya no nacen niños en Catalunya? ¿Qué hace el gobierno de Catalunya para que las catalanas y los catalanes puedan ser padres y madres? Sé que hay quien pensará que todas las ayudas para favorecer el bienestar social tendrían que ser suprimidas o concedidas de manera ultrarrestrictiva para evitar que se acojan a ellas migrantes sin trabajo —que aunque malvivan aquí siempre vivirán mejor que en sus países de origen— o personas desarraigadas, que nunca querrán salir de una situación garantizada de asistencia social. Pero si no hacemos lo posible para que los catalanes y las catalanas puedan tener hijos; si no nos preguntamos por qué tantas personas sustituyen al hijo que no pueden o no quieren tener por un perro; si no abordamos la ecuación salarios-acceso a la vivienda; si no reflexionamos sobre la fractura intergeneracional que aleja a los jóvenes de los viejos —pero demográficamente efectivos— esquemas familiares; o no fomentamos el debate público y académico sobre el sentido y el valor de la responsabilidad en general, y, en particular, sobre el futuro de la propia especie; si no revisamos y redireccionamos donde haga falta y para quien hagan falta los programas asistenciales financiados por el erario público, llegará el día en el que Catalunya necesitará extraterrestres para poblarse. Que Catalunya será sideral o no será.