Un fantasma recorre la campaña electoral del 12-M y se llama Aliança Catalana. Este domingo, la preocupación era palpable en las filas de la candidatura de Junts ante la atracción de la formación islamófoba entre segmentos jóvenes del electorado. "Muchos jóvenes quieren votar la Orriols porque dicen que es más racista que Vox". Así se expresa una candidata en un puesto de la lista de Carles Puigdemont a las puertas de un mercado en una población del Maresme. Poco después, es el propio president en el exilio quien, en el acto electoral en Argelers, con la Joventut Nacionalista de Catalunya (JNC), alerta a los jóvenes, con ademán grave, de que no se dejen seducir por las (presuntas) soluciones a golpe de tuit de los ultras: "Desconfiad, porque los problemas complejos, piden soluciones complejas".

Es una evidencia empírica el daño que han hecho —y hacen— a la política democrática en general, y la catalana en particular, el uso y abuso de los tuits manipuladores, los bots, las cuentas falsas y, en general, el anonimato de barra de bar con el que se expresan los hooligans de la conversación digital. Pero pasa que las redes sociales, TikTok o X son el espacio por excelencia donde se hace la política en la era digital y, específicamente, donde se socializan y se politizan los jóvenes y no tan jóvenes.

¿Qué nos está pasando? Vayamos a un ejemplo. Una reciente encuesta del CEO concluye que los catalanes creen, por término medio, que en Catalunya viven más de un tercio largo de extranjeros —un 34,2%—, cuando, en realidad, la presencia real es del 17,2%, es decir, de la mitad. Entre los jóvenes, la percepción sesgada todavía es mayor: un 37,8% entre los de 16-24 años y un 35,3% entre los de 25-34. No hace falta ser un experto para darse cuenta del impacto social que tiene una falsedad de este tipo viralizada en el océano digital.

En Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, el filósofo Byung-Chul Han expone como hoy gana terreno un nuevo nihilismo producido por las deformaciones patológicas de la sociedad de la información y que se manifiesta en la pérdida de la fe en la propia verdad. Pero no como ninguna esencia, sino como convención que evita la división total de la sociedad. Cuando se deja de creer, el límite regulador de la verdad desaparece y el conjunto se desintegra: no hay hechos, todo vale. La falacia, la mentira, la exageración, la infoxicación, valen lo mismo que aquello que es veraz, verificable, real, cierto, aquello que se explica como lo que es y no como lo que queremos que sea o nos gustaría que fuera. Así, el principio de realidad muta en una descomunal fake news que se puede traducir en votos e irrumpir en los parlamentos democráticos.

Pero el problema no es solo la utilización que los partidos —quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra— hacen de las redes sociales para barrer hacia casa, o el uso que hacemos nosotros mismos, a menudo, como vertedero de nuestras filias y fobias, deseos, esperanzas, odios y autoodios. Que en el Parlament de Catalunya pueda haber a partir del domingo que viene dos grupos islamófobos y racistas bajo banderas diferentes —la rojigualda y la estelada—, Vox, ya presente con 11 diputados, y Aliança Catalana, debería mover a una reflexión que, efectivamente, tampoco se puede ventilar ni en un tuit ni en un artículo como este.

La reflexión sobre el avance del populismo xenófobo y el racismo banal tiene que girar sobre la falta de respuestas de la política convencional a problemáticas —y malentendidos, y percepciones erróneas, pero también miedos, inseguridades y quiebras de todo orden en las sociedades de acogida— asociadas a la inmigración y/o a la multirreincidencia delictiva. Eso no se resuelve a golpe de tuit, pero tampoco con silencios, hipocresía electoralista y falsa corrección política. Una reflexión extensible al fenómeno del retroceso en el uso social, pero también la estigmatización de la lengua catalana como idioma de los indepes (fracasados) que hacen los partidos españolistas, ayudados por los jueces que imponen el 25% del castellano en la escuela, y los candidatos que hablan de "Lérida" y el "Bajo Llobregat" sin despeinarse para (presuntamente) hacerse entender ante electores castellanohablantes de tota la vida.

La etiqueta "independentista" que gasta AC es una eficaz máquina blanqueadora: a pesar del tufo xenófobo, permite a independentistas honestos y cabreados votarla como reacción a la confusión de los partidos del 'procés'

Si Vox y AC suman entre 12 y 19 diputados en el Parlament, como vaticinaba este domingo una encuesta, con horquillas de 10-12 escaños para los de Ignacio Garriga y 2-7 para los de Orriols, también el independentismo deberá ponerse frente al espejo. La etiqueta "independentista" que gasta la lista liderada por la alcaldesa de Ripoll es una eficaz máquina blanqueadora de conciencias: a pesar del tufo xenófobo, permite a independentistas honestos y cabreados votarla como reacción a la confusión de los partidos del procés. El independentismo no lo ha hecho bien en el Govern en el trienio 2021-2024: Junts no lo hizo bien facilitando a ERC que los expulsara del Govern y la gobernación de Pere Aragonès en solitario, con 33 de los 135 diputados del Parlament, ha puesto en contra del independentismo a amplios sectores de la sociedad, desde los maestros hasta los funcionarios de prisiones, pasando por opositores o enfermeras. Viniendo de donde venimos, un Parlament en manos de AC y Vox solo contribuiría a hundir (más) la gobernación, el prestigio y la imagen de una Catalunya que, a algunos, nos deja de gustar un poco más cada día que pasa.

AC contribuye tanto como Sánchez o Feijóo a españolizar la campaña catalana porque normaliza a Vox: deviene una versión 'nostrada' de los de Abascal

El partido o partidos que a partir del domingo tengan la tentación de usar en beneficio propio la posible presencia aumentada de los ultras en el Parlament, ya sea para conseguir una investidura contra natura o para legitimar un frente ideológico, un tripartito de izquierdas o "patriótico-independentista", solo contribuirán a hacer mayor el cráter. No es desafección. Es frustración y resentimiento con la política oficial lo que mueve el voto a Vox o a AC. El fantasma campa por los espacios electorales de casi todos los partidos: es transversal. Ante un bloqueo de la gobernabilidad por parte de los ultras, solo una respuesta en clave unitaria y lo más plural y amplia posible haría creíble un programa de recuperación de la confianza en las instituciones, el autogobierno y la democracia catalanas.

AC contribuye tanto como Pedro Sánchez o Alberto Núñez Feijóo a españolizar la campaña catalana porque normaliza a Vox: deviene una versión nostrada de los de Abascal. Y conecta con una corriente reaccionaria europea y global. La eventual entrada de AC en el Parlament legitima con un equivalente catalán pata negra el discurso antiinmigración y de odio que Vox ya ha hecho normal en toda España. AC es el cromo que faltaba en la colección de populismos filofascistas, en versión 3.0, que cada día tapa una casilla más en Europa, desde el Atlántico hasta los Urales. Los fantasmas, los reflejos de lo peor de nuestro pasado colectivo, velan armas para la siguiente cita electoral, las europeas del 9 de junio.