Ahora que viene Sant Jordi, aprovecharé para recomendaros tres libros que, como diría Carles Porta, ponen luz a la oscuridad, aunque aquí no hablamos de un crimen habitual sino del asesinato de lo real, de la muerte de la verdad. El primer libro, Las tinieblas del corazón, de Albert Sánchez Piñol (editado por La Campana) me interesa porque el autor ha invertido el título de El corazón de las tinieblas, el gran clásico de Conrad sobre la maldad del colonialismo europeo en el África negra, para explicarnos algo que desconocíamos: que los pigmeos no existen, que son una fake news que nos ha acompañado desde los versos de la Ilíada. El segundo libro, de la escritora, filóloga y exdiputada de los comunes Mar García Puig, Esta cosa de tinieblas (Debate), lo he leído con atención, a pequeños sorbos, como se toma un café intenso. Con una escritura cristalina y profunda como el fondo marino de la bahía de Nápoles en que se reflejaba la figura del inmortal poeta Percy B. Shelley en las Stanzas ("The sun is warm, the sky is clear / The waves are dancing fast and bright..."), la autora penetra en el territorio de ensueño e irrealidad compartido por la locura, los fantasmas y la feminidad como maternidad. La metáfora, el concepto clave del texto de Mar García, destapa su poder como conjuro que nos arranca de la oscuridad y nos escupe, no sin violencia, a la luz de lo real de cada uno.

El tercer libro, sobre el cual me extenderé más, es un esclarecedor ensayo de filosofía política, El final del progressisme il·lustrat, (Pòrtic) de Ferran Sáez i Mateu. El filósofo traza la genealogía (método foucaultiano que el autor me tendrá que admitir) y revela las trampas de lo que llama "postmodernismo paródico" (y aquí trincha sin misericordia el legado de Foucault y la French Theory). Simplificando, el texto desentierra las raíces filosóficas, que Sáez localiza en el postestructuralismo de los años setenta del siglo XX, fundamentalmente, Foucault, y cómo funciona lo que ahora denominamos pensamiento woke. Etiqueta a la cual pensamos que no solo habría que asociar una determinada postizquierda, como la que centra la investigación de Sáez, sino, y, de hecho, él mismo lo insinúa cuando cita a Trump y Milei como expresiones máximas de la parodia posmoderna, también a su (supuesto) contrario: el trumpismo. El discurso que se alimenta de la división del mundo entre wokes y antiwokes. Los dos planteamientos, la postmodernidad paródica y el trumpismo, nacen en los Estados Unidos en dos momentos diferentes, pero son el anverso y el reverso del mismo asesinato de la realidad. Del crimen perfecto teorizado por Baudrillard en la primera postmodernidad con su (formidable) intuición del triunfo del simulacro, del mapa sobre el territorio.

La tesis de Sáez es que el postmodernismo paródico, un constructivismo radical informado por un relativismo absoluto —"todo es relativo"— ha sepultado las ideas universalistas del progresismo ilustrado al entronizar el derecho a la diferencia como alternativa a la crisis de la izquierda. La afirmación meramente volitiva y performativa de la diferencia – "yo soy esto o aquello, hombre, mujer, negro o blanco, porque yo lo digo"– se ha impuesto como medida de la realidad, y, con ello y paradójicamente, como nuevo dogma.

Sáez, que sitúa la cuestión en el marco del debate filosófico sobre el binomio naturaleza/artificio, disecciona con precisión quirúrgica el mecanismo perverso con el que, aunque la postmodernidad paródica admita que lo que afirma también es relativo, lo intenta imponer a su interlocutor como verdad incontrovertible. Una verdad que, de nuevo paradójicamente, reviste de carácter científico, aunque, nuevo contrasentido, cuestiona la ciencia al considerarla un artificio, otro constructo social, político o ideológico. El drama, y aquí Sáez muestra su valentía como pensador, es que la parodia se acaba convirtiendo en programas universitarios y en leyes, y que cuestionarlos puede suponer la pena de cancelación, la muerte civil, académica, política o mediática en nombre de la nueva verdad (siempre, relativa). ¡Viva el pensamiento crítico!

La denominada guerra de géneros es el campo de minas por excelencia donde opera la parodia posmoderna. Si Simone de Beauvoir, símbolo del feminismo ilustrado progresista, estableció que no se nacía mujer, sino que se llegaba a serlo, fijando así la diferencia entre el sexo biológico (naturaleza) y el género como construcción social/cultural (artificio), Judit Butler, la filósofa queer más influyente, incluyó también el sexo en el segundo término del binomio. Así, una vez desbiologizado también el sexo, no solo el género, quedaba allanado el camino —legitimado filosóficamente— de la legalización en buena parte de Occidente de las identidades electivas, el principio de la autodeterminación de género. La ideología de la parodia posmoderna de que habla Sáez se ha convertido así en verdad normativa, legal, institucionalizada en normas y reglamentos.

El trumpismo utiliza las mismas armas de la parodia posmoderna o woke –“es así porque yo lo digo”– para asesinar la realidad

En estas coordenadas, el análisis de Sáez puede ayudar a poner luz sobre todos los ángulos de la reciente sentencia del Tribunal Supremo del Reino Unido que ha establecido el sexo biológico como único referente o determinante legal válido de la condición de "mujer". Una resolución que, ciertamente, excluye a las personas trans hasta ahora reconocidas como mujeres en virtud de un certificado legal o, simplemente, porque se sienten como tales, en contextos en que se aplica la discriminación positiva de la mujer. En el Reino Unido, a partir de ahora las mujeres trans no contarán, por ejemplo, como parte de la cuota femenina para fomentar la igualdad en el acceso a las plazas de empleo público. O no podrán competir en determinadas modalidades de deporte femenino. En todo caso, la decisión del tribunal británico vendría a recuperar la normalidad jurídica —una mujer es una persona con sexo femenino— que la postmodernidad paródica habría performado, parodiado o simulado.

Al libro de Sáez quizás le ha faltado, sin embargo, un último capítulo en que podría argumentar como el trumpismo imita a su (presunto) contrario, el postmodernismo paródico, o, en su terminología, la izquierda woke. Es decir, cómo hace parodia de la parodia. Y lo hace cuando Trump cancela las ayudas públicas a la Universidad Harvard porque contrata “gente woke, radicales de izquierdas e idiotas”. Pero también, cuando el actual secretario de Salud y Servicios Humanos de la administración Trump, Robert F. Kennedy Jr., atribuye el autismo a una "toxina ambiental" para explicar el incremento de las tasas de esta "epidemia" en EE. UU. El trumpismo utiliza las mismas armas de la parodia woke —“es así porque yo lo digo”— para asesinar la realidad. Al fin y al cabo, los extremos se mueren de ganas porque llegue el momento de tocarse y abrazarse. Es así como ocupan toda la escena, sin intersticios ni grises, cómo asesinan la realidad; como perpetran, de espaldas o cogidos del bazo, el crimen perfecto.