La democracia española, que este jueves celebrará los 40 años de su Constitución después de otros 40 de franquismo aún por clausurar, no solo tiene presos políticos y exiliados. Desde este sábado tiene también presos políticos en huelga de hambre indefinida. Se trata de Jordi Sànchez, expresidente de la ANC, y del conseller de Presidència destituido por el 155 Jordi Turull, ambos diputados del Parlament.  Están en la prisión de Lledoners, en Sant Joan de Vilatorrada (Catalunya), en plena Unión Europea, no en Turquía ni en China, como sus compañeros Jordi Cuixart, Oriol Junqueras, Quim Forn, Raül Romeva y Josep Rull. La expresidenta del Parlament, Carme Forcadell, y la consellera Dolors Bassa están encarceladas en Mas d'Enric, en El Catllar, y Puig de les Basses, en Figueres, respectivamente.

Son presos y presas en situación preventiva, o sea, de puro y duro escarmiento, desde hace más de un año, en algunos casos bajo acusaciones —rebelión, malversación— que muchos juristas de todo el Estado español y varios tribunales e instancias judiciales europeas han considerado insostenibles. Sànchez y Turull y el resto no tienen nada que ver con los presos de ETA o los Grapo que, en su día, también protagonizaron huelgas de hambre: ellos son hombres de paz. Lo sabemos mucha gente que los conocemos, o hemos tenido relación con ellos, profesional y humana. Y lo diremos donde sea y ante quien sea, sin atisbo de duda. Sànchez i Turull y el resto tenían la estima de mucha gente y, después de estos meses de injusticia y de entereza, todavía han ganado más aprecio. Y eso posiblemente también lo saben los fiscales y jueces que los han llevado donde están. Posiblemente también lo saben el rey de España y las más altas magistraturas del Estado español, que este jueves celebrarán los 40 años de Constitución. Los presos políticos catalanes, la represión sin sentido del referéndum del 1-O, han hecho rodar por la cubierta de la nave todas las máscaras de la "modélica" Transición y los 40 años subsiguientes: el Rey, la democracia española, se arrastran desnudos, con todas las vergüenzas al aire.

Sànchez, Turull y el resto no tienen nada que ver con los presos de ETA o los Grapo que, en su día, también hicieron huelgas de hambre: ellos son hombres de paz

Es una situación políticamente muy grave, la más grave de los últimos 40 años. Porque revela la naturaleza profundamente autoritaria del orden aceptado democráticamente por toda la ciudadanía del Estado español, la catalana incluida. Es como si la bestia que sabíamos que se escondía en la buhardilla de la casa, cerrada a cal y canto, se hubiese liberado y se hubiese sentado a nuestra mesa a la hora del postre.

El Estado, el deep state que tiene como mascarón de proa al rey Felipe VI, tiene mecanismos suficientes para corregir su posición (aparentemente) inamovible, para apearse del caballo de la revancha y el castigo ejemplar y la tentación de (re)inventarse como régimen iliberal, como democracia autoritaria, con que dirige la operación de aplastamiento de los líderes del independentismo; para romper el guion condenatorio que ya tiene escrito el tribunal que los juzgará.

El gobierno de Pedro Sánchez está obligado a mover ficha y lo sabe. Es posible que se juegue su futuro político; incluso, que pierda las próximas elecciones generales si rectifica el rumbo con el que se ha abordado desde la Moncloa el procés. Pero es probable que esta sea la última oportunidad de regeneración que le queda a la democracia española antes de que toda la nave se despeñe en el abismo. No tengo ninguna duda de que políticos como Felipe González, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón o Miquel Roca, que este jueves participarán en el acto de los 40 años de la Constitución en el Congreso, saben qué diferencia a Jordi Sànchez y Jordi Turull de un Tejero o un Milans del Bosch. Y qué los acerca a un Xirinacs o a un Mandela, sí. 

Y Europa, en fin, está obligada a escuchar y a actuar si no quiere abrir otra fisura en el marco de libertades y respeto a los derechos fundamentales que le da sentido como proyecto, como lugar de oportunidades y vida mejor para las personas y los pueblos. Nos lo recuerdan cada día todos los que llaman a la puerta de la fortaleza europea, desde las fronteras y las playas de la vergüenza que la rodean.

Felipe González, Miguel Herrero o Miquel Roca saben qué diefrencia a Sànchez y Turull de un Tejero o un Milans del Bosch. Y qué les acerca a un Xirinacs o un Mandela, sí

La imagen de los presos de Lledoners es también un (auto)aviso al independentismo: no es momento de fracturas ni divisiones. Es la unidad, o, si lo prefieren, la disposición personal y colectiva por conservarla, por protegerla, lo que ha mantenido y mantiene a mucha gente del independentismo en pie y determinada a seguir bregando y arremangándose por sacar adelante el proyecto que legítimamente defiende. Todos los actores políticos y sociales del independentismo, desde los propios presos hasta los exiliados, el Govern, el Consell per la República, y los partidos y organizaciones que le dan apoyo, deberían tener la foto de los siete de Lledoners como antídoto contra la división y la mirada corta sobre un tiempo complejo como pocos. Lo cual no significa ni renunciar a la autocrítica y la legítima discrepancia, ni mucho menos entregarse a escenificar unanimidades forzadas, finalmente falsas y políticamente estériles.

Tampoco significa (auto)engañarse y engañar a la gente con supuestos retornos a normalidades inexistentes, un paisaje fake como el que la maquinaria político-mediática de la caverna y el conformismo han intentado pintar esta misma semana aprovechando las huelgas de médicos, bomberos y estudiantes. Son protestas efectivamente normales, contra el Govern o quien sea, faltaría más, pero realizadas en un escenario político de profunda anormalidad democrática. La foto de los siete de Lledoners nos lo recuerda. Contra la mentira del relato normalizador y su correlato: la invisibilización, el olvido, en el peor de los casos, la muerte civil, a la que siempre condena la prisión. El triunfo de la inercia más nefasta y el confort más hipócrita. 

Todos los actores políticos y sociales del independentismo deberían tener la foto de los siete de Lledoners como antídoto contra la división y la mirada corta sobre un tiempo complejo como pocos

Pero el momento es todavía más grave desde la vertiente estrictamente personal, humana. Sánchez, Turull y el resto de encarcelados, y posiblemente otras personas que, desde la calle, desde las organizaciones del soberanismo civil o a título individual, se puedan sumar a la huelga de hambre, pueden sufrir gravísimas consecuencias físicas y psíquicas por el hecho de llevarla a cabo. No lo olvidemos: la prisión puede matar. Y mata. Por eso, no puede haber testimonio más claro de compromiso con la dignidad y la decencia, y, permítanme decirlo, con la verdad, que poner el cuerpo con el riesgo de perderlo del todo. Este hecho, puramente físico, consecuencia de una dificilísima decisión, y, por eso, profundamente moral, tendría que interpelar a todo el mundo. Incluso a los cínicos que justifican la ignominia no por razones de Estado o el servicio a presuntos bienes superiores a proteger, sino por la imposibilidad de superar su propia cobardía política. Y moral.