Salvador Illa se ha cansado de esperar y, según anunció ayer 3Cat, este martes se firmará el denominado Pacte Nacional per la Llengua, que, de acuerdo con el pacto de investidura entre los socialistas y ERC, se tenía que sacar adelante durante los primeros 100 días de gobierno. El acuerdo prevé movilizar durante el primer año 250 millones de euros para reforzar la enseñanza del catalán, potenciar las aulas de acogida e incentivar la lectura y la producción audiovisual en la lengua propia del país. La situación del catalán, de grave retroceso en todos los ámbitos, hace necesario, ciertamente, no perder ni un minuto en movilizar recursos para hacer frente a la emergencia. Pero a pesar del esfuerzo, pilotado desde la flamante conselleria de Política Lingüística, que dirige el republicano Francesc Xavier Vila Moreno, el pacto, herencia del Govern de Pere Aragonès, nace políticamente cojo. Muy cojo.

La tardanza en materializar el acuerdo tiene que ver con la falta de consenso con Junts, el principal partido de la oposición, y la CUP, que se han descolgado. Si no hay cambios de última hora, las dos formaciones independentistas no estamparán su firma en el texto. Tampoco participarán el PP, Vox y AC. Sí que lo harán, en cambio, las principales entidades de la sociedad civil que trabajan por el catalán, como Òmnium y Plataforma per la Llengua, los grandes sindicatos, CC. OO. y UGT, y las patronales Foment y Pimec. Políticamente, el hecho de que solo lo avalen el PSC, ERC y los comunes, devalúa en la práctica la dimensión nacional que quiere reflejar el título del acuerdo: más que Pacte Nacional per la Llengua, en estos momentos sería más adecuado renombrarlo como Pacte Tripartit per la Llengua, lo cual es una muy mala noticia.

El catalán está amenazado por el cambio demográfico —el nuevo alud migratorio para el cual es mayoritariamente una realidad ajena—, la pereza de los hablantes —que cambiamos de lengua apenas nos responden o se nos dirigen en castellano— y la ausencia de un relato de país —bloqueado por las luchas postprocés del independentismo— que pueda ser compartido y, sobre todo, práctico. Si en Catalunya se puede vivir perfectamente las 24 horas del día sin usar el catalán, el catalán deja de ser necesario y su reducción a mera lengua administrativa puede ser cuestión de tiempo si no espabilamos. La misma presión que ejerce el inglés sobre el irlandés, lengua de un Estado soberano de la UE, la efectúa el castellano, e incluso el francés, sobre el catalán, lengua cooficial de una autonomía. Dicho de otra manera, si el catalán deja de ser percibido como un factor de promoción social, dejará de ser una lengua nacional en sentido pleno, es decir, una lengua útil y al alcance de todos los miembros de la comunidad política. No solo de los catalanohablantes de origen.

Porque la pregunta es si hoy sería posible plantear el lema "El catalán, cosa de todos", que popularizó la Norma, el personaje creado por Lluís Juste de Nin, a principios de los años ochenta del siglo pasado, en paralelo a la discusión de la Ley de Normalización Lingüística. La falta de consenso político, la presión españolizadora, que ha puesto el futuro de la lengua en manos de los tribunales —imposición del 25% de castellano en las escuelas—, y, también, el crecimiento de las actitudes excluyentes respecto de la inmigración —¿por qué tendrían que hacerse suya los recién llegados la lengua de un país que de manera creciente, los desprecia?—, hacen pensar que el catalán ya no es cosa de todos, o que lo es menos que nunca. Mal asunto si el catalán pasa a ser "cosa de unos cuantos", como revela la dramática curva que, del 36,1% en el 2018, ha situado el uso habitual en un 32,6% en el 2023, según la encuesta de usos lingüísticos.

Con el catalán en la UCI, es un desastre en términos de país que los que primero tendrían que sumar por la lengua, Govern y oposición, se resten entre ellos mismos

En 1983, la Ley de Normalización Lingüística fue aprobada por 105 votos a favor, el 77,7% del Parlament, y con la práctica unanimidad de los diputados que asistieron a la votación, excepto una abstención. Votaron a favor CiU, el PSC, el PSUC, Centristes y ERC, lo cual reflejaba un grado de consenso y transversalidad máximo que posibilitó no solo implantar la inmersión lingüística en unas escuelas donde la proporción de alumnos castellanohablantes era altísima, en Barcelona y su área, sino hacer frente a campañas desestabilizadoras del clima social como el infame Manifiesto de los 2.300 aparecido el 25 de enero de 1981, solo un mes antes del golpe de Estado del 23-F. Quince años después, en 1998, la Ley de Política Lingüística, que reformaba la anterior, recibió el apoyo de 102 diputados, un abrumador 75,5% de la Cámara. Es cierto que el PP y ERC, por motivos opuestos, votaron en contra. Pero de nuevo, Govern (CiU) y la primera fuerza de la oposición (PSC) impulsaron la entente política y de país. Ahora, el Pacte Nacional per la Llengua solo ha reunido el apoyo de los 68 diputados (50,37%) que forman al tripartito de facto que aguanta el gobierno monocolor del PSC. Un apoyo más que exiguo en una cuestión del calado que tiene la que nos ocupa.

Es un fracaso del Govern Illa que Junts y la CUP no firmen el Pacte Nacional per la Llengua. Y sacarlo adelante en estas condiciones, sin el apoyo del segundo gran partido ni de tres de las 4 formaciones independentistas, hace sospechar que el president se quiere cubrir ante la más que probable imposición final del 25% del castellano a las escuelas así como de un eventual éxito de Junts en el reconocimiento del catalán como lengua oficial de las instituciones de la UE, que se volverá a debatir en Bruselas el próximo día 27. Pero a la vez es un error grave que Junts y la CUP se desmarquen del acuerdo cuando más que nunca es necesario remar juntos por el catalán. ¿O no es precisamente esto lo que se pide a la ciudadanía?

En resumidas cuentas, si las cosas no cambian en las próximas horas, estamos ante la iniciativa sobre la lengua con menos apoyo político desde la recuperación del autogobierno. Con el catalán en la UCI, es un desastre en términos globales de país que los que primero tendrían que trabajar juntos para sumar por la lengua, Govern y oposición, se resten entre ellos mismos. Con el catalán no se juega.