El ministerio para la Transición Ecológica, que encabeza la ministra Teresa Ribera, ha comunicado al presidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón, que el Gobierno trasladará agua en barcos a Catalunya desde la desalinizadora de Sagunt, gestionada por la empresa estatal ACUAMED, con el fin de apaciguar las consecuencias de la sequía. El presidente valenciano, del PP, ha suscrito la idea como expresión de una "solidaridad hídrica entre regiones", que, a su parecer, se tiene que extender a toda España. Eso sí, ha pedido garantías por escrito que la medida no perjudicará las necesidades valencianas. No sea el caso que los catalanes nos bebamos todo el Mediterráneo o algo por el estilo.

Pues bien, he ahí un ejemplo palmario de cómo el desastre de la falta de gestión hídrica en Catalunya durante décadas, perpetuado por gobiernos de todos los colores hasta llegar al de Aragonès, puede hacer el país más dependiente que nunca. Porque lo que se publicitará como una especie de acuerdo cooperativo entre el Gobierno y los gobiernos del País Valencià y Catalunya no es más que una demostración de cómo la gestión del agua se puede convertir en una herramienta de recentralización salvaje delante una emergencia como la actual, que ya ha obligado a encender la luz roja en 202 municipios del sistema de aguas Ter-Llobregat, con seis millones de personas afectadas, Barcelona y área incluidas. Madrid, da igual quien gobierne, tiene la llave del grifo, literalmente.

Además, el agua de Sagunt -si finalmente hay que traerla, como todo parece indicar- meterá a Catalunya de cabeza en las guerras del agua tan caras a la periferia mediterránea (de Madrid). Hablo de las que cíclicamente enfrentan el País Valencià y Murcia, especialmente, con Castilla-la Mancha, por la cuestión de los trasvases (Tajo-Segura) y las necesidades de regadío de la huerta, el turismo y los campos de golf en una de las áreas más secas y pobladas de Europa. Eso explica que, enseguida se haya alzado el grito en las redes sociales -quién lo iba a decir- de los indignados con los generosos planes de la ministra para calmar la sed catalana. "¿No debería la Generalitat pagar ese agua si tan independientes quieren ser"?, se preguntaba un usuario de la red X. "Valencia lleva años solicitando el trasvase del Ebro para regar sus campos, y NADA (...) Que se trasvasen su Ebro", proponía otro. "Toda una lección. Hay gobiernos que están al servicio de la gente y otros que solo están a su propio servicio. Un elocuente 2-0 para Sagunto, primero ganándole a Catalunya la fábrica de baterías, y ahora cono la iniciativa de traer agua a Catalunya de desalinizadoras valencianas", puntualizaba un tercero en clave de regionalismo competitivo. Como se puede apreciar, de solidaridad hídrica, más bien poca. Cuesta hallar "la España generosa" que, enseguida, han empezado a alabar aquí el PSC y los comunes ante el anuncio del agua saguntina. Lo que persiste es otra cosa bastante distinta: a Catalunya, ni agua.

Cuesta hallar "la España generosa" que, enseguida, han empezado a alabar aquí el PSC y los comunes ante el anuncio del agua saguntina. Lo que persiste es otra cosa: a Catalunya, ni agua

Supongo que el gobierno de Pere Aragonès debe estar poniendo velas a Santa Eulàlia a fin de que llueva antes de la Mercè, que es cuando, de acuerdo con la tradición, la primera patrona de Barcelona deja caer las lágrimas que remojan las calles. Al gobierno de Catalunya, después de la nula política de obras antisequía de los últimos años a la cual ha dado continuidad el actual, solo le queda encomendarse a las santas para que los barcos de la desalinizadora saguntina no aparezcan en el horizonte. Puede parecer un contrasentido: obviamente, la gente, además de pagar los impuestos que deberían garantizarnos el suministro una vez realizadas las inversiones correspondientes, no haremos distinciones sobre la procedencia del líquido elemento, y, más todavía, si las restricciones aumentan. Pero si el generoso ofrecimiento de la ministra se materializa, y los barcos llegan a Barcelona, se evidenciará el fracaso de un Govern que ha sido incapaz de abastecer a la ciudadanía en sus mínimas necesidades, como la que nos ocupa. Para hacer la independencia también hace falta que mane el grifo.

Tampoco la oposición puede reclamar muchas medallas en la gestión de la sequía pertinaz. Más allá de la crítica de trámite, los tiempos de Junts en el Govern no sirvieron para ponerse a ello ni, ahora, el PSC ha sido capaz de forzar a Aragonès a ejecutar las obras hidráulicas que pide a pesar de aprobarle los presupuestos, como parece que volverá a suceder de nuevo. Es una dinámica que tiene que ver con la sequía, pero también con la educación (informe PISA), con los precios desbordados de la vivienda y los alquileres o con la cesión de la política sobre inmigración a la extrema derecha: en Catalunya hace demasiado tiempo que se confunde gobernar con estar en el gobierno. Tan solo se necesita ponerse a jugar a la geometría variable con un Parlament lo suficiente fragmentado por ideologías o adscripciones nacionales como para que los vetos cruzados entre grupos políticos hagan imposible consensuar una política alternativa a los gobiernos que, como mucho, esperan que llueva. Este es un país donde, como hace ERC, se puede dirigir el Govern de la Generalitat con tan solo 33 diputados de un Parlament de 135 -el apoyo más minoritario de la historia- o el ayuntamiento de Barcelona, del PSC, con 10 de 41, porque ni se gobierna ni hay oposición real que fiscalice a fondo la acción gubernamental. Por ambas cosas.