Nací un día como hoy de hace cincuenta y nueve años y, casualmente, mi pareja, Falgueras, también vino al mundo el 30 de julio de hace cuarenta y cuatro años. Cuando Meri nació, yo tenía el acné de los adolescentes y los huevos por corbata como miembro de un país que todavía estaba alterado por el intento de golpe de Estado perpetrado por un teniente coronel con pinta de chusquero y un grupo de militares nostálgicos del Antiguo Régimen. Entenderán que pertenecer a una familia politizada en aquella España atemorizada por dos polos de violencia —ETA y las Fuerzas Armadas— no era nada fácil de gestionar para un Holden Caulfield barcelonés.

A pesar de todo, cuando Meri nació, yo soplaba quince velas colocadas sobre un pastel de cumpleaños de la época, y cada vela apagada me parecía la germinación de un deseo plantado en una tierra fértil para cultivar deseos. Los pasteles, por cierto, no tenían el sello de autor que tienen ahora, y solían ser de nata, crema o chocolate y con la proteína del gluten inoculada en las entrañas. Los celíacos parecían ser, entonces, una distopía.

De aquel adolescente idiotizado por las hormonas alborotadas, queda el adicto. Yo ya entonces veía la vida como un todo o nada y así he ido trampeando los días hasta hoy. Y quiero ser justo: sin la paciencia de los demás y las muchas sesiones de psicólogo a las que me he sometido, no sé dónde estaría hoy. Tengo la gran suerte de haberme deshecho de la nostalgia y ahora vivo en el paraíso de los escépticos, donde, por cierto, está prohibida la entrada a los equidistantes. Esta postura escéptica ante los hechos globales o cotidianos me viene bien para el cutis cerebral. Recuerdo que, cuando entré en el centro de adicciones, la palabra odio era una parte fundamental de mis oraciones. Ahora, he sustituido el odio por el desprecio, que es una manera más sana de combatir, también, mis propias contradicciones. El odio que yo experimentaba surgía de mis frustraciones y la sensación perpetua de fracaso. Consciente de que la gloria es veneno, ahora vivo tranquilo siendo conocedor de mis limitaciones. Siempre me he sentido un impostor y lo asumo con tranquilidad.

Aquel soplador adolescente de velas de pastel de cumpleaños era un chico curioso. Soñaba tanto, que pensaba que el mundo se adaptaría a sus deseos. Y admito que el síndrome de Peter Pan me duró hasta la muerte de mi padre, y que la inocencia murió definitivamente con la muerte de mi hijo pequeño, pero hoy en día y como escéptico militante, soy más feliz. No tengo miedo a la muerte, como tampoco tengo miedo a la vida.

Meri tiene una manera de valorar la vida según los años que cumples que me encanta. El valor de la mía es de un 5.9. El suyo es de un 4.4. Ahora, con un bien justito, no sé si lograré un notable o un sobresaliente, pero el 6.4 de mi padre o el 1.0 de mi hijo Marc tuvieron un valor existencial de 10.

Desde que cumplí cuarenta años, la vida ha corrido acelerada. Una sensación que experimentan todos mis compañeros de generación. Buscando respuestas doctas sobre el fenómeno alejadas de la paranormalidad, encontré una interesante en el ChatGPT, pero no absoluta: se ve que esta velocidad vital se debe a unos quantos factores psicológicos y biológicos. A medida que envejecemos, la forma en que el cerebro procesa el tiempo cambia, y la rutina y la falta de novedades puede hacer que los recuerdos disminuyan, dando la sensación de que los años pasan más rápidamente. Con un añadido: la proporción del tiempo que representa un año en relación con la totalidad de la vida disminuye con la edad.

La vida sigue corriendo a una velocidad insolente y puedo afirmar que, a pesar de las ausencias, soy más feliz que cuando tenía cuarenta años

Sí. Es probable. Pero si miro atrás, no son pocas ni superficiales las experiencias vividas desde 2006, por cierto, el año del Estatut maragallista. Políticamente, por ser una persona implicada en el procés, la vida se convirtió en un Dragon Khan que afectó a mi trabajo profesional. Durante dos años, de 2015 a 2017, lo pasé mal para poder publicar un libro llamado Lena —había editores que me detestaban por haber apoyado el derecho a decidir porque me consideraban un traidor— y me las hicieron pasar canutas como periodista en El Mundo Catalunya. Tenían todo el derecho, ya que ellos ponían la pasta y yo era un vulgar freelance. Y respecto a la vida privada, tuve un segundo hijo nacido con dos enfermedades raras con quien descubrí el amor más puro y el sufrimiento más cruel, viví un divorcio lamentable, caí en el alcoholismo y, una vez reinsertado en la sociedad, murió mi hijo a consecuencia de una bacteria hospitalaria. Y la vida sigue corriendo a una velocidad insolente y puedo afirmar que, a pesar de las ausencias, soy más feliz que cuando tenía cuarenta años.

Hace dos semanas, durante una comida, Óscar, el marido de Marta Carnicero, me preguntó qué era para mí el éxito. Estas preguntas, del tipo, qué es para ti la felicidad, me incomodan, pero después de pensarlo bien respondí que el éxito, para mí, es estar lo suficientemente satisfecho con lo que hago como para poder defenderlo en privado o públicamente. El orgullo lo dejo para los orgullosos.

Hoy, que he conseguido una nota vital del 5.9 a escala Falgueras, soplaré las velas con el escepticismo que me caracteriza, rodeado de mi hijo Daniel, mi madre, Meri, Vita, Leo, la familia Falgueras Febrer, y el calor delicado de mi padre y, sobre todo, de Marc. Lo de vivir deprisa, morir joven y dejar un hermoso cadáver es una tontería.