El domingo vimos las imágenes de la excursión de la derecha española a Altsasu. Toda una declaración de intenciones en la propuesta, el montaje y el contenido del acto. Estas son cosas que esperas de los representantes políticos de otros lugares, de otros tipos de estados, no del lugar donde vives; o cuando menos, eso parecía hasta hace muy poco. Estamos tan hartos de decir que se han pasado todas las líneas rojas que ya no tiene ningún tipo de efecto contundente el repetirlo y, de hecho, se habrá de empezar a usar o adaptar o inventar un nuevo lenguaje, dado que las situaciones pasan constantemente lo esperable, previsible o probable para instalarse en todo aquello que es posible pero parecía inimaginable.

Yo no estoy de acuerdo con que se esté trivializando, frivolizando, banalizando o menospreciando el concepto de terrorismo con lo que está pasando en torno al caso de los y las jóvenes de Altsasu, tanto en los tribunales como en el acto de ayer; o en el caso de Tamara Carrasco aquí en Catalunya. Aunque no puedo en absoluto negar que tenga este efecto; lo que se está haciendo va mucho más allá, es todavía peor, tiene peor intención y es mucho más peligroso. Este uso malicioso se hace por dos razones diferentes, que tienen que ver tanto con la acción como con la reacción. La primera muy práctica: porque utilizar el concepto de terrorismo permite aplicar penas mucho más duras. La segunda: porque la propia palabra genera en el imaginario colectivo los mayores miedos y eso siempre debilita las posibles objeciones de muchas y muchos.

Se está utilizando el concepto de terrorismo con toda la mala fe posible, para poder criminalizar hechos menores sin mucho más trascendencia o recorrido punible. Eso sí, tampoco en todos los casos, o en todos los hechos de la misma naturaleza, sólo los llevados a cabo por personas con una conocida y declarada, o supuesta, idea diferente de patria. Me refiero, claro, a la patria española.

Se está utilizando el concepto de terrorismo con toda la mala fe posible, para poder criminalizar hechos menores sin mucho más trascendencia o recorrido punible

Este mismo modus operandi se aplica a los conceptos de rebelión y de sedición ―e incluso al de malversación― en referencia a las y los políticos catalanes. Bueno, no a todos, ya quedó claro que eso dependía del partido en el cual se militara. Nadie tendría que olvidar nunca la diferencia de trato que hizo patente ―y así ha quedado documentada― la fiscalía en el caso de los miembros de la mesa del Parlament. Actos como los de ayer producen vergüenza ajena, después de lo que ha pasado en el juicio de las y los chicos de Altsasu. Pero todavía es peor oír a los que no van y se autoproclaman juiciosos repitiendo cosas como que no hay que crispar, que es importante el diálogo, que se han de establecer puentes y otras ―por vacías de contenido― estupideces por el estilo; la más importante de todas, que lo que es necesario es dejar que los tribunales hagan justicia. ¿Piensan que no leemos? ¿Que se creen que el resto no tenemos criterio? ¡O quizás se han acabado creyendo de verdad, de tanto repetirlo, que no sabemos español ni catalanes ni vascos!

Queda bien claro que los tribunales les harán el trabajo sucio desde el mismo momento en que no les preocupan ni gota las innovaciones, los atajos, las interpretaciones, las irregularidades diversas en los procesos judiciales abiertos. La capacidad de sorpresa no se me agota, sólo faltaba la carta de Lesmes, el presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Supremo, al juez del 13, Ramírez Sunyer, alabándolo por “haber cambiado el rumbo de la historia” de España. Tendré que repasar los apuntes de la carrera porque aprendí que en democracia sólo los parlamentos, en representación de la ciudadanía, cambian la historia de los países; y sé, incluso en caso de que no me lo enseñaran, que no estoy equivocada. Por eso también quiero dejar de vivir en España.