Las elecciones andaluzas se han jugado en una partida en la que el tema fundamental, sin fisuras, ha sido que ser español es lo primero y ser demócrata es lo último. Y no estoy hablando de Vox, aunque sea este partido quien ahora acapare la mayoría de portadas. De hecho, no han ganado aunque sí lo han hecho. Ha sido lo mismo para todos los partidos políticos y por eso ha pasado lo que ha pasado. Unos resultados no esperados pero nada fuera de la lógica del debate político español. Habrá quien ha visto diferencias importantes entre los planteamientos de unas y otras formaciones; lo cierto es que sólo ha habido matices. Especialmente si el tema a tocar era el de Catalunya, o dicho de otra manera, la unidad de España y la españolidad en general. Lo que importa es la Constitución sólo como garante de la unidad del territorio español; y si la democracia molesta a este objetivo, sencillamente se deja de lado en nombre de la patria. Veremos cómo Vox también no tardará mucho ―de hecho, ya ha pasado― en pisar la Constitución en nombre de España; o conseguirá que los otros partidos lo hagan.

Todos los partidos políticos andaluces le han hecho la campaña a Vox, desde sus amigos ―PP y Cs― a sus contrarios ―PSOE y Adelante Andalucía―, porque han aceptado que estos marcaran la agenda. Es decir, cuáles son los temas donde focalizar la discusión y las propuestas. Y lo que todavía es más importante, lo que se puede decir y lo que no se puede decir en España bajo peligro de ser no ya considerado sino acusado y directamente represaliado por no ser un buen patriota. De hecho, no sabes si Vox va primero o último, porque sólo hay que oír a Rivera y Casado para no distinguirlos de Abascal.

En el imaginario español todo es culpa de Catalunya, del separatismo del independentismo y, especialmente, de los que ahora están en la prisión o en el exilio

Son ellos los que han ganado el relato y los que han interpuesto cuál será la nueva manera de hacer política en democracia: si no se gana en las urnas, se gana en los tribunales. Y si no, con la Policía y la Guardia Civil, mientras el ejército está a la espera. Y eso no ha sido contestado más que tímidamente y sin ningún tipo de convicción por los partidos españoles de izquierdas. De hecho, han mirado y apoyado las iniciativas si han pensado que les iban bien. Claro que los presupuestos de este tablero de juego no han nacido en las elecciones andaluzas, los argumentos han sido normalizados en la lucha empezada contra el independentismo muchos días antes de que se le hubiera puesto este nombre. Tantos como hace que un socialista de pro, Alfonso Guerra, aseguró que ya se encargarían ellos de pasar el cepillo al Estatut. De hecho, cuando se revisite la historia, o estos días que ha sido invitado a Barcelona por el Colegio de Abogados para conmemorar los 40 años de la Constitución, es posible que él mismo explique que lo hizo de manera preventiva porque ya sabía que la huelga de hambre de los presos políticos catalanes sería un ataque a la democracia española. Cierto, me lo acabo de inventar; pero sólo hasta que se demuestre el contrario, porque este es el nivel de discurso en el que estamos situados.

El imaginario español es muy claro: todo es culpa de Catalunya, del separatismo del independentismo y especialmente de los que ahora están en la prisión o en el exilio. Por eso les dedican perlas de todo tipo, más ahora que la huelga de hambre toca especialmente las narices de los que han dejado de lado su consciencia y les lanzan cosas que van desde el “no son víctimas, se lo han buscado”, o que “la huelga de hambre dificulta la negociación” a otras especialmente denigrantes que no pienso ni repetir. A mí me asusta la huelga de hambre, pero veo lo efectiva que será porque está haciendo emerger de la manera más descarnada posible el esperpento en el que se ha convertido no sólo la política española, también la sociedad española.