Ya lo tiene España, que le da la vuelta a muchas cosas. De hecho, es un devenir bastante general de estos veinte primeros años de siglo pero en el estado español, se le da una vuelta más. El tema de las vacunas a los policías y guardias civiles que están en Catalunya —no sé en calidad de qué, porque con tanto movimiento de tropas supongo que hay varios tipos de adscripciones— ha vuelto a reabrir con fuerza el argumentario de la discriminación a las fuerzas armadas y cuerpos de seguridad del Estado. En la memoria de todos los hechos pasados —desde barcos, a escuelas, al día de las votaciones— y la distorsión en los relatos de todo ello.

Resulta que había hasta ahora muchos más mossos y policías locales —supongo— que no policías nacionales y guardia civiles vacunados y eso ha hecho que estos últimos presentaran una denuncia en los juzgados y, ahora, se les tiene que vacunar en pocos días. Las culpas no sé de quién son, las culpas ni siquiera sé si las hay, pero las anomalías democráticas se suceden sin cesar. Un juez ha vuelto a hacer un trabajo que me parece que no le toca; de hecho, hubiera podido requerir razones justificadas a las autoridades, en vez de hacerlos pasar por delante de la planificación general.

Se desvirtúa completamente el concepto de discriminación social y los colectivos que se ven afectados por los prejuicios y prenociones sociales al uso, por ejemplo sobre el sexo, la raza, la identidad sexual, la discapacidad, las ideas religiosas y políticas... 

Lo más lógico hubiera sido que, siendo como son un cuerpo de la administración pública, reclamaran sus derechos y pidieran explicaciones al Ministerio del Interior, que es de donde dependen. Y, en caso de no recibir una respuesta satisfactoria, tanto de sus superiores como de las autoridades sanitarias, entonces proceder a otros tipos de acciones. Pero no, han ido directamente al juzgado.

Los cuerpos de seguridad del Estado se han subido al carro de las denuncias ya hace tiempo y son especialmente chillonas aquellas que se escudan en delitos de odio y discriminación hacia ellos. No por nada, porque son la antidefinición de lo que puede ser un colectivo menospreciado, o marginado, o perseguido, o cualquier otra cosa que identifique a los colectivos que reciben esta etiqueta; no solo en este país, en cualquier otro. Si a eso le añadimos que son el brazo ejecutor del monopolio de la fuerza del Estado, todavía queda todo peor, de hecho, es esperpéntico; y por lo tanto no sé hasta dónde nos llevará esta deriva victimista, a nosotras y nosotros —quiero decir la ciudadanía en general—, y a ellas y ellos mismos.

Por nuestro lado, el de la ciudadanía, tiene un primer efecto claro: se desvirtúa completamente el concepto de discriminación social y los colectivos que se ven afectados por los prejuicios y prenociones sociales al uso, por ejemplo sobre el sexo, la raza, la identidad sexual, la discapacidad, las ideas religiosas y políticas... Por el otro, porque el delito de odio que le va detrás, aplicado a colectivos de poder, se convierte en una coerción directa a la libertad de expresión de la ciudadanía de a pie.