José María Aznar y Felipe González confrontaron en el pasado dos proyectos políticos teóricamente antagónicos. Sin embargo, ahora suman sus fuerzas en una ofensiva desesperada para impedir la articulación de una mayoría parlamentaria alternativa que integrarían básicamente fuerzas políticas republicanas. Esto significa que Aznar y González se disputaban la dirección del poder ejecutivo, pero reconociéndose mutuamente como los encargados de mantener y salvaguardar un statu quo al servicio de Su Majestad y su corte. Eran y representaban, por decirlo en jerga histórica, las dos opciones dinásticas. Si ahora González y Aznar se han visto obligados, motu proprio o por encargo, a irrumpir en el debate del presente con unos discursos estridentes, llamando a una movilización contra una alternativa tan democrática como cualquier otra, significa que están asustados. Que temen por la pervivencia del sistema político y la estructura de poder que perpetuaron y desconfían de la capacidad de sus herederos para defenderla. En resumen, que el Régimen está en crisis y se resiste a morir con la agresividad propia de un monstruo malherido.

Pedro Sánchez le está disputando a Carles Puigdemont el título de enemigo público número 1 del régimen, porque está dispuesto o no tiene más remedio que gobernar con fuerzas republicanas que reclaman cambios estructurales en los poderes del Estado

Sabe mal hablar del Régimen del 78 para referirse a la ofensiva Gonzalez-Aznar, porque defienden un sistema que poco tiene que ver con el espíritu con que se hizo la Constitución. La involución ha sido constante, especialmente desde el año 2000, cuando José María Aznar, que votó en contra de la Carta Magna, decidió abanderar un falso constitucionalismo a base de reinterpretar regresivamente la propia Constitución y las leyes con la connivencia de los jueces conservadores o nostálgicos del franquismo. Si a pesar de ello Felipe González se ha prestado a hacer causa común con Aznar es para defender el statu quo como el bien superior. Como siempre han hecho las fuerzas recalcitrantes a lo largo de la historia, el pretexto es salvaguardar la unidad de España, cuando ya ha quedado patente que las arengas independentistas procedentes de Catalunya son más falsas que un duro sevillano.

El divorcio entre la casta dirigente y la sociedad española viene de lejos. En primer lugar, por la metástasis de la corrupción que ha afectado al conjunto del sistema, principalmente al rey y a la monarquía y a los dos partidos de gobierno, PP y PSOE. En el caso de la derecha ha dado lugar a varias escisiones por la derecha y por la izquierda, primero, Ciudadanos y después Vox. En cuanto a las izquierdas, ha sido una evidencia en toda Europa el derrumbe de una socialdemocracia instalada. Cabe recordar que fue con el PSOE en el Gobierno que jóvenes y no tan jóvenes inequívocamente de izquierdas se organizaron en lo que fue el Movimiento 15-M. Gritaban "no nos representan" y fue Alfredo Pérez-Rubalcaba, entonces ministro del Interior, quien se encargó de disolver violentamente las concentraciones en varias plazas del país. Aquel divorcio en el campo progresista propició un nuevo protagonismo de partidos de izquierdas hasta entonces irrelevantes, no solo Podemos, también Esquerra Republicana, EH Bildu, Compromís, BNG, Teruel Existe, etc. Y en el caso del PSOE marcó una inflexión histórica, la rebelión de los militantes contra la vieja guardia felipista, después de que la nomenclatura derribara a Pedro Sánchez de la secretaría general para facilitar la investidura de Mariano Rajoy. Pese a la movilización de todo el aparato del partido y la ofensiva unánime de los medios —nunca El País y El Mundo han estado más de acuerdo— los militantes socialistas restituyeron a Pedro Sánchez y éste es el precedente que hay que tener muy en cuenta para entender la crisis presente.

Sin duda Pedro Sánchez le está disputando a Carles Puigdemont el título de enemigo público número 1 del régimen, porque está dispuesto o no tiene más remedio que gobernar con fuerzas republicanas que reclaman cambios estructurales en los poderes del Estado. Si resuelve la amnistía de los represaliados catalanes i Sánchez vuelve a ser elegido presidente, esta vez su Gobierno y la mayoría parlamentaria que le apoyará no tendrá excusas para resolver el escándalo del poder judicial que lleva caducado casi 5 años. Habrá además que desmontar o regenerar los residuos franquistas en organismos del Estado de práctica perversa como el Tribunal de Cuentas. También sería hora de actualizar la ley electoral que con las listas cerradas y bloqueadas ha propiciado el funcionamiento oligárquico del Estado restringiendo en muy pocas personas el poder de decisión. Y no estaría de más aumentar el control y la transparencia de las actividades del jefe del Estado. Tampoco habrá excusas para no derogar tantas leyes restrictivas de derechos y libertades promovidas por el Partido Popular, empezando por la ley mordaza y sería lógico reinterpretar política y legislativamente la realidad plurinacional del Estado.

Todo esto es muy difícil, es toda una montaña que por supuesto encontraría todo tipo de obstáculos y resistencias en todos los rincones del Estado, pero también es el único camino que con toda la prudencia que haga falta le queda a Pedro Sánchez y en buena parte también en el Partido Socialista. Sólo la bandera de la regeneración del Estado le salvará. Y para sobrevivir a Sánchez no puede permitirse ningún signo de debilidad. Solo con una demostración de coraje podrá vencer a la fiera feroz, satisfacer a sus aliados y consolidar su liderazgo. Si no hay acuerdo de investidura y hay que repetir las elecciones, Sánchez no tiene asegurada ni siquiera volver a ser candidato, pero ya no quedan muchas dudas de que con nuevos comicios la derecha ganará mejor y el PSOE entrará en la misma deriva que sus homólogos franceses, desaparecidos no precisamente en combate, sino por incomparecencia en el campo de batalla.